Hoy, veinticinco años después, algunos quieren que sigamos utilizando sus eufemísticas palabras. Insisten en la paz. Pero no puede haber paz porque, ¿acaso aquellas personas que se encontraban en el centro comercial aquella triste tarde estaban en una guerra?
Dicen que sonaban los acordes de Mediterráneo de Joan Manuel Serrat cuando el suelo de la carnicería del Hipercor se abrió bajo los pies de varias personas que en ese momento hacían sus compras habituales. Una enorme bola de fuego, que irrumpió del cráter que provocó la explosión del coche-bomba, abrasó a varias personas. Habían estallado varios bidones cargados con treinta kilos de amonal y cien litros de líquido inflamable que los terroristas del comando Barcelona habían escondido en el maletero de un Ford Sierra previamente robado en San Sebastián y que habían aparcado en la primera planta del aparcamiento.
Eran las 16.10 horas de una tarde bochornosa, como las tardes veraniegas de Barcelona. Sin embargo, esa hora quedará grabada para siempre en los recuerdos de los catalanes como esa hora de la vergüenza. Ese 19 de junio hasta la suave brisa que subía por las calles vecinas y por la Avenida Meridiana se paró en seco. Poco importa que una hora antes, sobre las tres de la tarde, uno de los miembros del comando –esos asesinos que van de héroes- hubiese hecho tres llamadas desde cabinas telefónicas, comunicando en nombre de ETA que tendría lugar una explosión en el Hipercor de la Avenida Meridiana de Barcelona entre las 15.30 y las 15.40 horas. Nada ni nadie podía justificarlo.
Ese día, el barrio de Sant Andreu -sin cuya historia Barcelona no sería concebible tal y como es- se detuvo teñida por un negro ámbar que amenazaba tragedia. Fue una auténtica masacre. Veintiuna víctimas mortales, cuatro de ellas niños. Cuarenta y seis personas heridas, muchas de ellas mutiladas física y psicológicamente para siempre. Ese día, la barbarie asesina de la banda acabó con la vida de muchos trabajadores y clientes del centro comercial. Y ese día, qué triste que fuese de ese modo, supuso un despertar impulsivo, doloroso y tardío de la sociedad catalana, anestesiada hasta entonces con las barbaridades de ETA, viviéndolo como algo ajeno. Ya sabemos que ciertos sectores del nacionalismo catalán siempre han comulgado con esos gudaris y han justificado sin reparos tantas tragedias.
Hoy, veinticinco años después, esa es la calle que siempre me sacude un nudo en la garganta, cuando paso por allí, aunque sea con el coche saliendo de Barcelona. Ese lugar es por donde algunos prefieren dar un rodeo para no recordar. Tal vez porque allí hay un silencio que emociona, o que nos hiere, o que nos avergüenza. O, acaso, todo a la vez. Hoy, veinticinco años después y con veintiuna razones de peso, algunos quieren que olvidemos y, sobre todo, quieren prostituir el lenguaje y que sigamos utilizando sus eufemísticas palabras. Insisten en la paz. Pero no puede haber paz porque, ¿acaso aquellas personas que se encontraban en el centro comercial aquella triste tarde estaban en una guerra?
Hoy, veinticinco años después, los que nunca han condenado los crímenes de Hipercor, van a estar en las instituciones gracias al Tribunal Constitucional. Hoy veinticinco años después, algunos quieren que no haya un final de ETA con vencedores y vencidos.
Hoy, veinticinco años después, algunos sentimos que seguimos estando en deuda con todas las víctimas del terrorismo. Tal vez porque si hay algo que les debemos no solo es la memoria y la dignidad. Debemos poder mirarlas a los ojos y explicarles que se va a hacer justicia con la muerte de sus seres queridos y que para ello no se va a pagar ningún precio político.
Hoy, veinticinco años después, algunos tienen la tentación de olvidar. Pero hay muchos motivos para no hacerlo. Tantos como razones hay para que, frente a la impunidad que nos advierten, se imponga la justicia. Es lo único que se les puede ofrecer a esas veintiuna personas cuya muerte se les cruzó aquella funesta tarde.
Javier Montilla, intereconomia.com, 21/6/12