ÁLVARO DELGADO-GAL-ABC

  • Hemos terminado por acumular sobre la libertad, la democracia y toda la pesca no menos fantasías que los antiguos disputadores bizantinos sobre la naturaleza de Dios

John Gray vuelve en su último libro, ‘The New Leviathans’, a un concepto que él mismo había contribuido a popularizar hará cosa de diez años: el de ‘hiperliberalismo’. Por tal hemos de entender, como bien indica el prefijo ‘hiper’, una exacerbación, y también una desvirtuación, del liberalismo antañón. ¿Por qué considera Gray que el liberalismo pasado de rosca está poniendo en graves aprietos a la civilización occidental? Viene a mano recuperar una acotación que el juez Arthur Kennedy, del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, hizo al hilo del caso Planned Parenthood v. Casey (1992). Aseveró el juez que todo el mundo «tiene derecho a definir su propio concepto de la existencia, del significado del universo y del misterio de la vida humana». Obsérvese que muchos derechos solo son viables a condición de que se ejecuten de manera excepcional. Consideremos el derecho a ocupar el centro de la Puerta del Sol a las 11:35, dar una zapateta y gritar «¡Eureka!». La franquía, puesta en práctica por un número de ciudadanos superior a la media centena, derivaría en lesiones, disputas y melancolías ciudadanas varias. De igual manera, si todos los norteamericanos, tomándole la palabra al juez Kennedy, dieran en la flor de manifestar su propio concepto de la existencia con hechos y gestos elocuentes y probatorios, es más que seguro que la sociedad no aguantaría en pie arriba de unos minutos. Gray afirma que estamos ya en esas, o poco menos. Yo añadiría que el derecho a la libertad de expresión en las artes y la política destruye, si se usa mal, tanto las artes como la política. En suma: constituye un error de calado entender que los derechos, en sí mismos, bastan para articular el orden social. Tocqueville y los doctrinarios estaban en lo cierto: los derechos, separados de las costumbres, son viento, ‘flatus vocis’. A los modernos se nos ha escapado esta verdad fundamentalísima, con la resulta de que hemos terminado por acumular sobre la libertad, la justicia, la democracia y toda la pesca no menos confusiones y fantasías que los antiguos disputadores bizantinos sobre la naturaleza de Dios. Lo mismo que ellos, nos vamos a enterar de lo que vale un peine. Y si no, al tiempo.

La segunda tesis de Gray es que los hiperliberales yerran al cifrar en la democracia liberal virtudes de vigencia indiscutible y universal. No digo que no. Pero el achaque no es específicamente hiperliberal. Es liberal a secas. Locke prejuzga y a la vez oculta la cuestión especulando sobre un presunto estado de naturaleza que, por ser anterior al contrato social, también lo es a toda institución política o cultural. Los economistas escoceses no creían en el contrato social. Eran propensos, no obstante, a representar al individuo como un mecanismo de pasiones al que no afecta el dónde ni el cuándo. Las incursiones en la historia de Smith y Hume, algunas admirables, no alteran en esencia esta visión abstracta, o por lo menos abstraída, del ser humano. Voy a un tercer punto, más contencioso todavía.

Me refiero al surgimiento de esa patología, y esa fealdad, que cursa con el título de ‘movimiento woke’. Gray sostiene que lo ‘woke’ integra la degeneración iliberal de instintos y tradiciones que en tiempos fueron liberales. A fin de identificar el germen de la infección se remonta, en un ensayo de 2016 (‘The Problem of Hyper-Individualism’) a un celebérrimo opúsculo de John Stuart Mill, ‘On Liberty’, en el que Mill eleva la libertad de pensamiento a una suerte de religión laica. Los zelotas que ahora, en los USA o en Gran Bretaña, estiran el índice contra el profesor disidente, conminándole a abandonar el recinto universitario si no se atiene a lo políticamente correcto, serían el producto remoto y paradójico de un culto incoado a mediados del XIX por el gran pensador victoriano. Tengo para mí… que no. Los lamentables procesos inquisitoriales, los linchamientos y acometimientos en que se complace el fanatismo ‘woke’, son más fáciles de interpretar en clave postmarxista: tras el mutis de la antigua clase obrera, lamentablemente adaptada al modo de producción capitalista, la izquierda optó por convocar a escena a nuevos sujetos revolucionarios, definidos por cosas tales como la etnia y el género. El padre del invento, en definitiva, no es John Stuart Mill sino Herbert Marcuse, autor, en 1964, de ‘El hombre unidimensional’. Quedaba un suspiro para mayo del 68, con sus playas enterradas bajo el pavés parisino.

El acento de la incitación marcusiana es libertario. Aunque solo el acento. La retórica reivindicativa adquirió pronto una coloración por entero distinta, como Fukuyama señala bien en su libro ‘Identity’ (2018). A propósito de las asonadas universitarias de los últimos años, escribe (cap. 10):

«[…] la política de la identidad en las democracias liberales empezó a adoptar formas iliberales y colectivas relacionadas con la nación y la religión. En efecto, es frecuente que los individuos no quieran ser reconocidos por lo que son individualmente, sino por lo que tienen en común con otras gentes».

Lo denunciado por Fukuyama entraña, más que un sobredimensionamiento del liberalismo, su negación o supresión explícitas. Con una desgraciadísima circunstancia añadida: y es que las banderías ‘woke’ terminaron por adquirir la urgencia mesiánica, la ambición quiliástica, propia de las sectas pneumáticas que han venido asolando Europa desde el siglo I hasta hoy en día. La lista comprende a los gnósticos y afines, a los cátaros, a los Hermanos del Libre Espíritu, a los anabaptistas de Münster, a los nihilistas y, si está en lo cierto Yuri Slezkine en ‘La casa eterna’, a los bolcheviques a principios del XX.

Gray habla de esta corriente obscura, de esta pulsión de violencia y muerte, en las páginas más inquietadoras de ‘The New Leviathans’. Y dice cosas notables. Esto sentado, reitero que a su análisis del óbito, descomposición y pudrición del orden liberal le faltan todavía unos cuantos golpes de sartén. Coincido con Gray, pese a todo, en experimentar un malestar considerable. Mira uno en derredor y no vislumbra, ni a izquierda, ni a derecha, la palidez, el oro opalino, que precede a la salida del sol.