El Correo-JAVIER TAJADURA TEJADA Profesor de Derecho Constitucional de la UPV/EHU
La Constitución cumplió la semana pasada cuarenta años. Los cuarenta años de vigencia de la Carta Magna han sido un período muy fructífero en todos los órdenes (político, económico, social y cultural). El texto de 1978 nos ha permitido alcanzar los mayores niveles de libertad y bienestar de nuestra secular historia. La clave de su éxito reside en que fue la expresión de un gran acuerdo político entre representantes de muy diversas ideologías. La Constitución fue el resultado de un amplio consenso que tradujo el principio de reconciliación nacional y permitió superar el conflicto entre las ‘dos Españas’. Hizo posible la concordia entre todos los españoles. Los mismos que cuatro décadas antes se habían enfrentado en una cruenta guerra civil.
Lamentablemente, el cuadragésimo aniversario constitucional ha tenido lugar en medio de una profunda y prolongada crisis política. En este contexto, es imprescindible subrayar que la causa de la crisis no reside en la Carta Magna sino en el comportamiento de los actores políticos. La Constitución ha resistido bien y ha permitido encauzar la sucesión en la jefatura del Estado –tras la abdicación de Juan Carlos I–, la convocatoria de nuevas elecciones por disolución automática ante la incapacidad del Congreso para investir un presidente de Gobierno, el relevo en la presidencia del Ejecutivo mediante una moción de censura, y, en fin, dos golpes de Estado, uno militar, en 1981, y otro civil, perpetrado por los poderes públicos catalanes, en septiembre de 2017.
Ahora bien, todo ello no nos puede hacer olvidar que desde hace varios años nos encontramos en una situación de anormalidad política caracterizada por la ausencia de un Gobierno parlamentario. La falta de un Ejecutivo –que pueda ejercer como tal su función de dirección política– impide que nuestro país pueda abordar las múltiples reformas (fiscales, laborales, de las pensiones, educativas, energéticas, etc.) necesarias para consolidar su futuro. Esto ha provocado un deterioro institucional sin precedentes. El último gabinete de Mariano Rajoy no contaba con el respaldo de la mayoría parlamentaria y estaba lastrado por el estigma de la corrupción del Partido Popular. El Gobierno de Sánchez surgido de la moción de censura, carece igualmente de respaldo parlamentario, y en cuanto fue facilitado por los votos de independentistas y populistas, nació también con un grave déficit de ‘constitucionalidad’.
Nada de extraño tiene que la profunda división existente entre las denominadas fuerzas políticas ‘constitucionalistas’, incapaces de ofrecer una alternativa de gobierno, haya favorecido el surgimiento de partidos populistas que tienen en común apelar a la «superior legitimidad del pueblo», frente a un sistema democrático representativo cuya degradación resulta evidente. Podemos y Vox, con todas sus diferencias, comparten ese discurso antiliberal y antiparlamentario.
Como lo comparten en Francia, el Frente Nacional y la Francia Insumisa. Y como lo acredita la coalición de Gobierno de Italia entre un partido de extrema derecha y otro de extrema izquierda. El enemigo de todos ellos es el elitismo inherente al sistema representativo. Las causas que explican su auge son muy diversas (económicas, culturales y tecnológicas), pero entre ellas ocupa un lugar central el fracaso de los partidos ‘tradicionales’ en ofrecer respuestas efectivas a la gran recesión de 2008. Respuestas que solo podrían alumbrarse a escala europea.
En el caso de España, es inexplicable que los partidos constitucionalistas –los que defienden las cuatro decisiones constitucionales básicas: la Monarquía parlamentaria, el Estado social y democrático de Derecho, el Estado Autonómico y la integración europea– hayan sido incapaces de alcanzar acuerdos de gobierno a escala nacional. Esa incapacidad pone en peligro el futuro de la Constitución cuyo cuadragésimo aniversario acabamos de celebrar. El PSOE debe reconocer que tiene más en común con el Partido Popular que con Podemos. El PP debe admitir que tiene más en común con el PSOE que con Vox.
Pedro Sánchez es responsable de la ruptura del consenso constitucional en cuanto que su gabinete se sostiene aún con el apoyo de fuerzas independentistas abiertamente anticonstitucionales y de otras populistas que aspiran a derribar la Monarquía parlamentaria. Ahora bien, esto no justifica que el Partido Popular pueda aspirar a formar gobiernos con el apoyo de fuerzas populistas de extrema derecha. Si a ambas formaciones les preocupase de verdad el futuro de la Constitución y de la democracia abandonarían el peligroso juego en el que se han embarcado.
Mientras los nuevos líderes de ambos partidos políticos, Pedro Sánchez y Pablo Casado, legitimen con sus discursos y actuaciones a las diversas formaciones populistas que han surgido en España, sus apelaciones a la Constitución no serán más que formidables ejercicios de hipocresía. En este contexto, el denominado por muchos analistas «terremoto político» andaluz podría convertirse en un ‘laboratorio’ político para ensayar fórmulas extrapolables al Gobierno de España.
Unas fórmulas que pasan por la construcción de una coalición desde el centro que convierta en irrelevantes los escaños alcanzados por los populistas en esos comicios. La alternativa consistente en la coexistencia de un Ejecutivo sostenido por populistas de izquierda en España y otro sostenido por populistas de derecha en Andalucía podría resultar letal para la democracia constitucional.