José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- La intervención del presidente del TS y del CGPJ ha puesto negro sobre blanco la peor crisis institucional que amenaza al sistema democrático y ha apelado a la responsabilidad de Sánchez y Feijóo
El discurso —magnífico en la denuncia, valiente e histórico de la crisis institucional— pronunciado este miércoles por Carlos Lesmes, presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, en el acto de apertura del año judicial es de los que no necesitan interpretación alguna porque la literalidad de las palabras empleadas por el magistrado disponen de una significación directa e inequívoca: la administración de la Justicia en España se encuentra en una situación devastada debido al incumplimiento por los grupos parlamentarios del Gobierno y de la oposición —del PSOE y del PP— de renovar el órgano de gobierno de los jueces en los términos que establece el artículo 122 de la Constitución.
El Consejo General está en prórroga —que no caducado, concepto diferente— desde hace más de tres años, ya que sus miembros fueron elegidos para un mandato de cinco años y llevan en el cargo más de ocho. Su bloqueo ha sido la gran cuestión institucional irresuelta en esta legislatura. Y está engrosándose como la crisis más aguda del sistema constitucional, de distinto orden y posterior a la que se produjo en septiembre y octubre de 2017 en Cataluña a la que aludió Lesmes en su disertación en el Supremo.
La responsabilidad inicial es la del Partido Popular, que quiere que sean directamente los jueces y magistrados los que elijan a una parte del Consejo, cuando la ley vigente de 1985 establece su designación parlamentaria por 3/5 del Congreso y del Senado. Se amparan los conservadores en la petición de instancias europeas que propugnan que, en los Estados con Consejos Judiciales, un número significativo de sus miembros sean elegidos por sus pares. El PP pudo haber modificado el sistema de elección en las legislaturas en las que obtuvo mayorías absolutas: entre el 2000 y el 2004 y entre el 2011 y 2015. Y no lo hizo.
La reacción del Gobierno —PSOE y Unidas Podemos— ante este bloqueo ha sido igualmente irrazonable e irresponsable porque ha tomado como “rehén” al propio CGPJ: en marzo 2021, sin amparo constitucional explícito, dejó en funciones al Consejo por su no renovación prohibiéndole mediante la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (artículo 570 bis) que cumpliese con su obligación esencial que consiste, además de en amparar la independencia judicial y aplicar su régimen disciplinario y ejercer su función consultiva, en proponer los nombramientos estratégicos en los tribunales de las distintas instancias jurisdiccionales.
«Si el Gobierno pretende renovar el TC por sextos y no por tercios, el choque entre el órgano de garantías constitucionales y el Ejecutivo sería el remate de un episodio político surrealista»
El Consejo, desde el mes de marzo de 2021 hasta el mes de julio de 2022, no ha podido efectuar ninguno de los nombramientos reseñados, y ha dejado a la Administración de Justicia —y en particular al Tribunal Supremo— en una situación precaria. Esta modificación de la ley orgánica ha sido recurrida ante el Tribunal Constitucional que, como es ya de rigor, difiere sus resoluciones a la eternidad, sean o no urgentes, afecten o no al meollo de la institucionalización del Estado. La irresponsabilidad del TC receba la crisis.
La parálisis del Consejo impuesta por las leyes de aliento gubernamental —normas acerbamente y sólidamente criticadas por Lesmes— no ha hecho variar un ápice la postura del PP —al contrario—, lo que ha alentado al Ejecutivo a reformar la reforma. En julio pasado levantó la prohibición de que el CGPJ haga nombramientos, pero solo de los que ahora le convienen al Ejecutivo: los dos magistrados del Constitucional para designar a los que le corresponden y elevar los cuatro al TC, cuya renovación debe hacerse por tercios (son 12 miembros) y para mandatos de nueve años. El resto de sus facultades sobre nombramientos siguen congeladas, lo que constituye un «agravio» en palabras del presidente del Supremo ante el Rey.
Esta última reforma de la reforma —del pasado mes de julio— es, pues, ‘ad hoc’, a pura conveniencia del Gobierno, oportunista y para que la mayoría del Constitucional sea “progresista” y designe como presidente a Cándido Conde-Pumpido (el actual presidente Pedro González-Trevijano tiene su mandato vencido), que es verosímil —se trata de un buen jurista y de un maquiavélico político— esté detrás de estas ideaciones normativas que han caído sobre los vocales del Consejo como una afrenta porque les impone la obligación de designar ambos magistrados antes del 13 de septiembre.
Algunos vocales —ocho del sector conservador— pretenden no consentir este trato que califican de «vejatorio», porque dicen que «son patadas de Sánchez a Feijóo, y de este a aquel en nuestro culo». Y van a lograr, probablemente, que no haya acuerdo sobre los nombramientos en una suerte de respuesta a la Moncloa. Otros vocales se están planteando seriamente la renuncia colectiva para que esta situación institucional implosione.
Si Carlos Lesmes —un hombre de natural conciliador, pero que no ha dejado de hacer ni de decir lo que era razonable y conveniente— no logra que el Consejo se ponga de acuerdo sobre cómo se producirá la selección y votación de los candidatos; si, después, no consigue que los haya tanto de un sector como de otro, y si, por fin, no persuade a los vocales de ambos signos de eludir un agravamiento de la crisis institucional, la tendremos de superior envergadura. Y el Consejo General del Poder Judicial pasará de ser una instancia inerte, como ahora, a fallida, con las consecuencias que eso conlleva. Para evitarlo, el llamamiento enfático, urgente y perentorio a Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo debe ser atendido por ambos para demostrar un mínimo, elemental, principio de responsabilidad.
Lo que ocurre con el CGPJ está conectado con el desprestigio del Constitucional. El generalato de la judicatura no dispone de estímulos para «promocionar» a un órgano de garantías constitucionales que, desde hace mucho tiempo, no cumple con sus obligaciones y elude sus responsabilidades, dictando fallos tardíos e ineficaces. Sencillamente: muchos magistrados del Supremo prefieren seguir en sus destinos eludiendo al TC. Si el órgano de Gobierno de los jueces está inerte, el Constitucional ha devenido en inútil porque se ha despegado de la realidad jurídico-constitucional y política a la que debe atender con criterios de eficiencia, rapidez, independencia y rigor. No es posible que la dimensión de los tiempos sea tan sideralmente diferente para los magistrados del TC de la común de los mortales.
En este episodio, ninguna instancia ha cumplido con su obligación —Meritxell Batet tampoco, representando a las Cortes Generales— y el resultado es un pandemónium al que el ciudadano distingue con su más acendrado desprecio. Porque percibe, y percibe bien, que aquí se está dirimiendo una lucha de poder por controlar ideológicamente los nombramientos de los jueces y magistrados de la jurisdicción ordinaria y de los miembros del Tribunal Constitucional.
Si el Gobierno, en fin, tira por la calle de en medio y pretende renovar el Constitucional por sextos y no por tercios, como manda la Constitución, el choque entre el órgano de garantías constitucionales y el Ejecutivo sería el remate de un episodio político surrealista. Y eso es lo que la ministra de Justicia, Pilar Llop, ha asegurado que hará. Entraríamos así en una fase de descomposición institucional, tras la putrefacción política en la que ya estamos hasta el cuello. Carlos Lesmes ha dado la voz de alarma sin ambages. Hay que atenderla.