ABC 03/12/15
IGNACIO CAMACHO
· Cualquier salida pasa por la retirada del desafío y cuanto más tarde, peor. La desobediencia ya no es una opción
EL Tribunal Constitucional le puede haber hecho un favor a Artur Mas si este conserva aún algo de discernimiento para aprovecharlo. Con su resolución exprés sobre la declaración de independencia, un dirigente que no hubiese perdido todas las luces intentaría volver a la casilla de salida, tal como le reclaman sus partidarios menos fundamentalistas. El órdago del Parlamento, forzado por los anarcosecesionistas de la CUP y jaleado por los talibanes del soberanismo en un calentón de arrogancia, ha terminado por separar a Convergència de la burguesía nacionalista, asustada de haber ido demasiado lejos y demasiado pronto. El dinero huye de los conflictos y la actitud firme del Estado ha resultado en ese sentido disuasoria. Los catalanistas que votaron y apoyaron a Junts pel Sí para consolidar una posición de fuerza desde la que arrancar más márgenes de autogobierno se han descolgado ante la amenaza cierta de medidas de excepción; querían tensión pero les espanta la ruptura. Hasta el empresariado más soberanista tiembla de pensar que el prusés lo puede dejar en manos de ERC y la amalgama revolucionaria de los sandalios.
La tozuda realidad está imponiendo su evidencia. Cataluña está política y económicamente bloqueada como consecuencia del delirio mitológico de la emancipación; su marca de solidez pierde prestigio y el empeño separatista ha topado con una tardía pero contundente resistencia. Cualquier salida, si la hay, pasa por la retirada del desafío de secesión, y cuanto más tarde será más problemática. Con este Gobierno o con el siguiente, el nacionalismo tendrá que deponer su rebelión antiespañola y volver a buscar un cauce de legalidad que en cualquier caso supone la renuncia a la ruptura. Cuanto más lejos vaya más le costará volver. Está perdiendo cohesión y Convergencia, por mucho que se rebautice con un disfraz nominal, ya no lidera a las clases medias ni es el partido-guía que estructuraba a la sociedad. Ha perdido incluso la relevancia dentro del bloque soberanista, incapaz de articular una mayoría de gobierno. Entre sus votantes cunde el escepticismo, una sensación de estancamiento, de fracaso.
La desobediencia, proclamada con presunción jactanciosa, ya no es una opción; el propio Parlament se ha humillado restándole importancia en el recurso que el TC ha desoído con desdén jurídico. Era de boquilla, dijeron, una especie de broma en papel timbrado. Lo que no parece una broma es la voluntad del Estado de no consentir pulsos de autoridad. Mas, abochornado también por el desprecio de las CUP, no tiene otro remedio que buscar una fórmula de reconducir su quimera. No le va a resultar fácil porque la política exigirá víctimas, paganos del desvarío. Y más difícil aún será borrar la frustración sociológica del chasco. Pero es lo malo de las fantasías ensimismadas: que en algún momento se tiene que producir el desengaño.