Horas veinticuatro

IGNACIO CAMACHO, ABC 23/10/13

¿A qué vienen estas prisas, este celo? Si han de salir que salgan, pero a última hora del último día del último plazo.

CON el debido respeto, no se entienden estas prisas. Cualquier justiciable español conoce y ha sufrido el penoso procedimiento de plazos de los mecanismos judiciales. Dilaciones injustificadas, retrasos continuos, sus pensiones de vistas y trámites… Casi un lustro tardó el Constitucional en evacuar el pleito del Estatuto de Cataluña. Dos años lleva Mercedes Alaya sin tomar declaración a algunos imputados. Los casos de Bárcenas y Urdangarín se eternizan en un lapsus procesal inacabable, por no hablar de las preferentes o la quiebra de Bankia… ¿y era necesaria la excarcelación exprés de Inés del Río? ¿Tenía que reunirse el Pleno de la Audiencia en menos de horas veinticuatro desde la resolución de Estrasburgo? ¿A qué viene este celo cumplidor en una justicia de lentitud proverbial? ¿Qué clase de impulsos motivan tan repentino apremio?

Miedo a ser acusados de detención ilegal, me explica quien por su cargo entiende y sabe. Desasosiego por no quedar mal ante la Corte de Derechos Humanos. Prioridad para los conflictos de régimen de libertad. Pero vive Dios que extraña esta presteza de ropones habituados a usar relojes blandos como los de los cuadros de Dalí, reunidos a matacaballo como quien espera el alba. Con diligencia similar tendríamos un aparato judicial tan sedoso y fluido que litigar sería una experiencia confortable. ¿O será que la turbolibertad de la asesina etarra ha devenido en repentina cuestión de Estado?

Si hay una cuestión en la que la justicia y el poder ejecutivo dispongan del consenso social que tanto echan en falta es ésta del cumplimiento de penas. Vale, hemos perdido el caso y habrá que obedecer la sentencia –¿o cabía tal vez un recurso de revisión?– pero quién ha decretado que sea menester atropellarse en plan maricón el último. Ni siquiera hacen falta, que bien vendrían para la ocasión, recursos dilatorios especiales, aunque tampoco estaría de más mostrar cierta repugnancia en el acatamiento: basta con aplicar la renuencia de la gestión ordinaria de un sistema atorado.

Nada de especial: el embudo por la parte estrecha, la última hora del último día del último plazo. Como a cualquiera. Y si han de salir que salgan, a ver qué remedio, pero despacito, sin urgencia, como van en España la cosas de palacio. Que esperen los tíos de las pancartas; tiempo tendrán de dedicarles calles a sus heroicos gudaris y presentarlos a concejales cuando llegue la ocasión para escupir con más delectación sobre las tumbas de los asesinados. Que se pongan siquiera un poquito nerviosos. Que no se vengan arriba tan pronto. Que al menos no parezca que el Estado se siente culpable, que tiene remordimientos, que se ha acongojado.

Porque si no alguien, pongamos que las víctimas, va a pensar mal. Se va a reconcomer de sospecha. Y tendrá derecho.