Ignacio Camacho-ABC
- La complacencia de las élites de la nación ante su propio escarnio es un raro caso de trastorno cognitivo voluntario
A los independentistas catalanes conviene escucharlos porque, a diferencia de Sánchez, suelen cumplir lo que dicen. De hecho, la hoja de ruta del ‘procés’ la dejaron hasta por escrito, aunque el Gobierno de entonces prefirió, como el actual, no darse por enterado. El argumento oficialista habitual consiste en despreciar esos anuncios como baladronadas ‘de consumo interno’ que no merecen crédito porque sólo son formas de enardecerse entre ellos, y el resultado de ese desprecio es que las instituciones siempre reaccionan ante los hechos consumados cuando ya es tarde para ponerles freno. Ahora también prefieren ignorar el pacto de secesión a plazos que el soberanismo ha firmado, según la retórica sanchista, sin ninguna intención de llevarlo a cabo y con el único objetivo de insuflarse ánimos. Pero de momento ya se ha apuntado dos tantos: el perdón para sus dirigentes condenados y la complicidad de los empresarios. Y hoy los gerifaltes de la Generalitat van a plantar al presidente en el Liceo para hacerle ver que los indultos a los presos no son más que el comienzo de la nueva fase de su proyecto.
Por eso cuando Jordi Cuixart afirma, como ayer, que con las medidas de gracia «no se acaba nada» es menester prestar atención a sus palabras. El líder de Omnium sabe de lo que habla. Y si vaticina «una próxima derrota de España en Europa» es que conoce de primera mano lo que viene después de este primer paso: una estrategia jurídica urdida por el propio Estado para facilitar el revolcón de la sentencia en el Tribunal de Derechos Humanos. Cuixart fue el único de los presos que se dignó contestar la preceptiva consulta del Supremo sobre su voluntad de arrepentimiento, y lo hizo para negarla y declararse dispuesto a reincidir en cuanto tenga oportunidad de hacerlo. Tiene motivos. Sabe, como todos sus colegas, que los indultos, la rebaja retroactiva del tipo penal de la sedición y la rehabilitación política y moral del separatismo suponen la anulación ‘de facto’ del veredicto. Ninguna Corte internacional de apelación considerará proporcionado el castigo por un delito a cuyos autores se ha concedido en su propio país el estatus de interlocutores legítimos. Es el Gobierno español el que se ha arrepentido al punto de que según uno de sus más relevantes ministros Junqueras se ha convertido en un trasunto de Mandela redivivo.
Lo que está sucediendo es algo extraordinario. Las élites de la nación -el Ejecutivo, la patronal, parte de la Iglesia y el poder financiero- no sólo se humillan, contra la opinión de una abrumadora mayoría de los ciudadanos, ante unos sediciosos que blasonan de tener la sartén por el mango, sino que mientras les dan la razón sostienen que no hay que hacerles caso. Se trata de un fenómeno excepcional de trastorno cognitivo voluntario: el consenso autodestructivo de un Estado capaz de ufanarse de su disposición al escarnio.