Humor babélico

JESÚS LAÍNZ BLOG

· AQUILINO DUQUE – XYZ. El periódico crítico sevillano, 15 de mayo de 2016

El segundo centenario de La Constitución del 1812, llamada La Pepa porque se proclamó el día de San José, llegaba en un momento en que la Constitución de 1978, que yo llamo La Nicolasa por haberse votado el día de San Nicolás, no gozaba lo que se dice de buena salud. Decía Carl Schmitt que un camello es un caballo hecho por un parlamento. Alguna vez he comparado a La Nicolasa con un camello, cuya joroba, su título VIII, lleva todas las trazas de degenerar en tumor canceroso. También la he comparado con aquella machadiana “guitarra de mesón, que hoy suenas jota / mañana petenera”, según quien sea el arriero que la descuelgue del clavo y la toquetee con sus sucias manos. También con el lecho de Procusto, en el que España sólo cabe si se le amputa un par de miembros. 

Precisamente en aquellos días, dos de esos miembros, en avanzado estado de gangrena, planeaban un golpe de efecto en la propia capital de la nación con ocasión de la final de la Copa del Rey. Ese desplante no era más que el remate espectacular de una larga serie de insolencias de los cabecillas separatistas, toleradas, consentidas o fomentadas por el Gobierno nacional de turno. Ya sé que hay excepciones en la clase política, pero esas excepciones tienen nombres y apellidos y se cuentan con los dedos de una mano.

Una de ellas era Esperanza Aguirre, a quien se le echaron encima como fieras no ya sus adversarios de siempre, sino los medios de confusión en general y hasta sus compañeros de partido, como el pobre hombre que estaba a su frente en las Provincias Vascongadas. Y es que llovía sobre mojado, porque fue ella la que desde la mayoría parlamentaria dijo lo que Rosa Díez venía repitiendo desde su escaño solitario: que los impopulares e inevitables recortes tienen que empezar por las fementidas autonomías, sin hacer distinciones entre las históricas, a las que yo llamo histéricas, y las del café para todos, a las que llamo menopáusicas.

Jesús Laínz es un montañés como Menéndez Pelayo. Jesús Laínz, montañés pues, santanderino, castellano viejo –y no le llamo cántabro, porque como les recordó a sus paisanos don Claudio Sánchez Albornoz, eso de Cantabria no es más que una apropiación indebida, en la que se tomó el todo por la parte, como Estados Unidos el nombre de América–, lleva años dándole vueltas a lo que yo llamo “el Estado de los Bantustanes”, y yo diría que a juzgar por la información contenida en sus libros, ha llegado a ser una autoridad en la materia. 

Bien es verdad que toda la obra de Laínz es el diagnóstico de una enfermedad, o de una de las enfermedades, y no la menor, que padece España, un diagnóstico que no tiene más remedio que ser polémico, aunque sólo sea por los datos que contiene. Nada hay más desagradable para un enfermo que se le hable sin rodeos, y Laínz no se anda ciertamente con rodeos en lo que dice del morbo separatista, secuela de lo que Groddeck, el maestro de Nietzsche, llamaba el morbo democrático. Y ya que mencionamos a autores centroeuropeos, quisiera destacar la importancia y el interés de la primera parte de su libro Desde Santurce a Bizancio para el estudio de los nacionalismos, de la Nationalitätenfrage, que se decía en tiempos, fuente de tantas desventuras para la Europa de los dos últimos siglos, y del presente, si Dios no lo remedia. 

En realidad lo que hace Laínz es una historia minuciosa de los movimientos nacionalistas en Europa, apoyándose desde luego en una copiosa bibliografía, y dada la orientación filológica de su trabajo, centrada en el poder de captación del lenguaje, no hay idioma o dialecto que escape a su análisis. La segunda parte del libro se refiere a España, y hace historia muy completa, sin escamotear los meses de torpe represión lingüística siguientes al final de la guerra civil, una fruslería en comparación con la campaña de imposición del hebreo en Israel o con la que luego, a ciencia y paciencia del Tribunal Constitucional, se llevaría a cabo en las autonomías histéricas.

Esta segunda parte, rica en anécdotas esperpénticas, es la que más justifica un título como Desde Santurce a Bizancio, que parece de novela de Vizcaíno Casas, pero es que la prosa de Laínz es tan amena y son a veces tan chuscos los episodios que cuenta, que un libro como éste, de erudición rigurosa, de datos irrefutables, se lee como una novela de humor, de humor negro por supuesto.