IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Hay un código secreto, una contraseña íntima que abre cada primavera la puerta del misterio guardado en el fondo del tiempo

De niño te ilusionaba el largo viaje en tren que tus padres organizaban cada año como peregrinos de la nostalgia. El ajetreo de las maletas, las continuas paradas, la luna de abril entrevista por la ventanilla de un vagón atestado atravesando la madrugada se fijaron en los pliegues de tu alma como un mapa indeleble de la memoria de la infancia. Entonces no acababas de entender que aquel paisaje de cal y de geranios era también tu tierra aunque no hubieses nacido en ella. Pero poco a poco, casi sin darte cuenta, fuiste asimilando las claves de los sentimientos que se quedarían para siempre anclados en el fondo de tu conciencia, como la pátina sepia de las fotos guardadas en el pequeño piso familiar de la periferia barcelonesa. Y más tarde, ya adulto, cuando la vida se te subió a cuestas, una suerte de fuerza interior te empujó a volver cada primavera para impregnar tu corazón en el fluido moral de la fiesta que habías aprendido a reconocer como parte de tu esencia.

Ahí estás, de nuevo. Envuelto en un perfume de azahar y de cera, de flores frescas y de incienso mientras ves cruzar ante ti las filas de nazarenos y al fondo avanza a ritmo lento, plantada sobre un monte de lirios, una Cruz de plata con el Cristo muerto. Todo es igual que entonces, cuando de pequeño apretabas la mano paterna para conjurar el miedo que te inspiraban los antifaces negros. La misma devoción, el mismo recogimiento, la misma espiritualidad, el mismo cielo, el mismo paso racheado de los costaleros, la misma atmósfera de solemnidad y de respeto. Hasta la saeta que rasga el aire con sus ayes de dolor y de pena parece salida del fondo del tiempo. Entonces no podías saberlo pero hoy eres consciente de que se trata de un ciclo eterno, de un rito perenne que cada generación transmite a la siguiente como un código secreto, como la llave de un cofre de recuerdos, como la contraseña íntima que abriese la puerta de un misterio.

Ahora sabes también que no podrás explicarlo cuando vuelvas. Tantas veces te han preguntado con ese aire de superioridad, de displicencia, como si regresaras de un safari antropológico o de una expedición excéntrica. No merece la pena buscar una respuesta: cómo explicar el repeluco medular ante un Dios encarnado en madera, el pellizco sonoro de las cornetas, la suave melancolía derrotada de un palio que se aleja. Cómo encontrar el modo de relatar una experiencia de piedad y de belleza que no cabe en el esquema trivial de la mentalidad posmoderna. Qué más da que lo comprendan o no; mejor el silencio, la sensación de que sólo tú puedes descifrar el complejo plano emocional que llevas dentro. El que te acompañará allá donde vayas como un amuleto para recordarte que esa liturgia redentora tiene el valor esencial de un reencuentro con la identidad, la fe, la cultura, la sangre, los afectos, el auténtico modo de vivir y de sentir de tu pueblo.