Identidades asesinas

EL ECONOMISTA 11/01/15 · NICOLÁS REDONDO TERREROS ·

Nicolás Redondo Terreros
Nicolás Redondo Terreros

· Dos hombres armados con kalashnikov han asesinado a doce personas y dejado otras tantas heridas en el asalto al semanario satírico Charlie Hebdo, al grito de «hemos vengado al profeta, hemos matado a Charlie Hebdo». Francia, la República laica, tierra de asilo político y amante suprema de la libertad, ha quedado conmocionada por un atentado terrorista, que los islamistas han dirigido contra el corazón de la democracia: un periódico, un medio de comunicación.

El atentado ha coincidido en mi caso con la relectura del último libro de Alain Finkielkraut, La identidad desdichada, que leí cuando salió de la imprenta, con el mismo entusiasmo que todos los que han caído en mi mano del autor francés.

Reflexiona el autor sobre los peligros que amenazan a la identidad francesa. El primero, entre otros, es la pérdida paulatina de laicidad en la prestigiosa educación pública gala, acechada por grupos y comunidades que exigen la protección de sus derechos comunitaristas y se conforman, en el mejor de los casos, con una simple coexistencia con el resto de grupos. El planteamiento de estos sectores de la sociedad francesa, minoritarios pero influyentes, quiebra la homogeneidad del espacio educativo y proyecta un futuro en el que la identidad histórico-cultural francesa puede sucumbir ante el poderío de estos grupos, unidos por sentimientos religiosos y procedencias étnicas diferentes y dispares.

Nuestros vecinos del norte acostumbran a debatir largamente sus problemas, sin rechazar a priori ninguna perspectiva sobre la cuestión. Al fin y al cabo, Francia es el producto del diálogo de sus grandes autores -de Voltaire y Pascal, de Montesquieu y Montaigne, de Molière y Racine, de Tocqueville y Constant, de Sartre y Camus-, como nosotros lo somos del monólogo de los nuestros.

«El colegio es francés, de Creil y laico. No vamos a dejarnos infestar por la problemática religiosa», decía en 1989 el consejo escolar de un liceo francés del que tres niñas habían sido expulsadas por no querer quitarse el velo. La contestación fue abrumadora, correspondió a los representantes de las religiones cristiana y judía, y de los movimientos antiracistas.

El ministro de Educación, Lionel Jospin, para reducir el problema que amenazaba con extenderse por todo el territorio francés, decía: «…Los responsables de centros escolares deben abrir un diálogo con los padres involucrados para convencerlos de que renuncien a tales manifestaciones… Si una vez terminadas las conversaciones, y las familias siguen sin aceptar una renuncia a todo símbolo religioso, el hijo -cuya escolaridad es prioritaria- debe ser aceptado».

Al ministro le contestó un grupo de intelectuales de la siguiente manera: «Dice, señor ministro, que queda excluido excluir. Aunque nos conmueve su amabilidad, le contestamos (…) que está permitido prohibir. Negociar como usted lo hace, anunciando que se va a ceder, tiene un nombre: capitular. Es preciso que los alumnos puedan olvidar con tranquilidad su comunidad de origen y pensar en otra cosa que en lo que son, para poder pensar por sí mismos…. El derecho a la diferencia sólo es una libertad si viene unido al derecho a ser uno diferente de su propia diferencia. En caso contrario, es una trampa, incluso una esclavitud». Así ha seguido el debate, que no es la expresión de un fracaso, es la representación de una forma de encarar los problemas en libertad y con la voluntad de restringir lo menos posible los derechos de cada cual.

Hoy, cuando el terrorismo con disfraz religioso ha sacudido los cimientos de la nación francesa, sólo podemos reivindicar nuestra forma de entender la vida pública, basada en la libertad individual, en los derechos que nos asisten como ciudadanos, en nuestra voluntad de seguir siendo los que decidimos nuestro futuro, sin dejarlo en manos de religiones, identidades étnicas o ideologías con vocación totalitaria.

La defensa sin matices y sin fisuras de la democracia, que permite espacios de libertad a quienes sienten y piensan distinto a nuestras formas de sentir y pensar, también nos inmuniza contra el contagio de los fanáticos y totalitarios que hoy hacen llorar a Francia y ayer a nosotros.

Sé que una nación fuerte como Francia, a pesar de todos sus retos, producto de las más altas y sofisticadas cimas de la cultura se mostrará unida contra la barbarie, y sus instituciones darán la respuesta proporcional que la violencia terrorista merece, sin caer en reacciones apasionadas y radicales.

Discutirán durante un tiempo muy prolongado, parecerá que oscilan entre por un lado el extremismo y el quietismo por otro, ambos nihilistas, pero al final dotarán a su respuesta de eficacia, moderación y humanismo.

Y con ellos, en su dolor y en su contestación, estamos la inmensa mayoría de los europeos que anhelamos una patria europea que haga suyos los grandes valores supremos de la nación francesa.

EL ECONOMISTA 11/01/15 · NICOLÁS REDONDO TERREROS