Juan Carlos Girauta-ABC
- «Los dueños y señores de las redes sociales pueden hacer lo que hacen gracias al trato de favor que las autoridades estadounidenses y europeas les han dispensado. Se las excluye de las obligaciones propias de los medios y se las tiene por neutrales pese a editorializar en todo momento»
La sujeción a conceptos jurídicos estables ha dejado de resultar necesaria en el espacio público. Es más, resulta inconveniente, irritante, inoportuna. Unas nuevas reglas se han superpuesto a la lógica de la democracia liberal, único juego legítimo. También para quien gestiona la res pública u opta a gestionarla.
Es obligación de todos que España siga siendo un Estado democrático de Derecho. Todos salvo los partidarios de la autocracia y los idiotas en el sentido griego, es decir, los desentendidos de la cosa pública. El problema de estos es que la cosa pública no se desentiende de ellos. Por eso no habita la realidad el convencido de vivir solo en lo propio. Bien, quizá tal hombre cupo antes del Neolítico. Además de ‘idiotes’ (‘idio’, lo propio), quien crea aquí y ahora que no le atañe lo que nuestros diecinueve gobiernos (cuento al de Europa) deciden, ordenan e impulsan, padece un serio problema de percepción y de entendimiento.
No creo en las conspiraciones. Mejor dicho, no creo en las conspiraciones exitosas como explicación de grandes fenómenos. Y uno enorme es la paulatina difuminación de los principios liberales, los que reconocen nuestros derechos y libertades y nos permiten protegerlos. Con los conceptos fundacionales borrosos, los contenidos del estatuto de ciudadanía, y sus garantías, se debilitan. Lo que está transformando la democracia en otra cosa es una tendencia plural o, si lo prefieren, un puñado de tendencias que empujan en un mismo sentido disgregador. Está en la presencia permanente de las plataformas tecnológicas en nuestras vidas. No porque estas tengan que conducir fatalmente a sociedades menos democráticas. Pudo no haber sido así. Es el caso que un puñado de magnates, mientras levantaban las empresas más poderosas que han existido jamás, se han ocupado de construir férreas y dogmáticas culturas corporativas, por dentro, y de practicar hacia fuera un tipo de ingeniería social cuya capacidad de penetración en el individuo, y cuya idoneidad para canalizar hostilidades, no era imaginable hasta mediados de la pasada década.
Los dueños y señores de las redes sociales pueden hacer lo que hacen gracias al trato de favor que las autoridades estadounidenses y europeas les han dispensado. Se las excluye de las obligaciones propias de los medios y se las tiene por neutrales pese a editorializar en todo momento. Neutrales pese a la evidente decantación ideológica de sus algoritmos sesgados, pese a la arbitrariedad con que se permiten echar del ágora mundial a cualquier individuo al que deseen silenciar, incluyendo a un presidente de los Estados Unidos. Pese a la perversión de mantener activas, a la vez, las cuentas de tiranos, genocidas y terroristas. Pese a arrogarse el papel de fijadores de lo verdadero y de lo falso.
Son los más potentes en la tendencia plural. A continuación, muy lejos de ellos, únicos propietarios de la llave que da acceso al cerebro límbico de dos mil millones de personas, están los activistas convertidos en ministros, diputados o directores de alguna agencia pública, instituto, observatorio u oenegé mantenida por el erario. Hemos dado por bueno que personas explícitamente consagradas a su particular y parcial agenda ostenten cargos cuya ocupación exige gobernar para todos los ciudadanos. Hemos dado por normal que gobiernen contra una parte de la sociedad. Cierto es que el caso español va más allá de lo admisible por cualquier otra nación europea. Hemos desarrollado aquí un talento para degradar lo degradado. Un canciller socialdemócrata conserva el sentido de Estado suficiente para envainase, gobernando con los verdes, la retórica antinuclear y virar cuando la realidad se impone. Un primer ministro portugués socialista que necesitó a los comunistas ha sido capaz de llevar una agenda social sin dibujar una raya en el suelo para instituir el antagonismo estructural entre compatriotas. Sánchez no es socialista ni es nada. Es el único español que puede desentenderse de la cosa pública sin ser idiota.
Puede gobernar (es un decir) asistido por Bildu y los golpistas catalanes, o compartir consejo de ministros con los activistas del neomarxismo que importaron el escrache, las amenazas a los medios y la coacción personal a los jueces. No es óbice para que le pida a Feijóo sentido de Estado. Justo antes de ir a humillarse ante el Rey de Marruecos, que, como le tiene tomada la medida, no se ha conformado con la rendición preventiva sobre el Sahara a cambio de nada y le ha hecho posar con nuestra bandera invertida y una figura de Tariq ibn Ziyad.
Por detrás de los activistas gobernantes van las grandes empresas que, en términos de Lenin, son capaces de venderte hasta la soga con la que les vas a ahorcar. Grandes empresas de todos los sectores compitiendo en espíritu ‘woke’. No porque crean en nada en concreto, sino precisamente porque persiguen su solo interés. Idiotas. Lo último es la publicidad de un banco promoviendo el poliamor. Cuando la causa esté normalizada, ¿por qué habría que prohibir la bigamia? Eso sí, son una mujer y dos hombres. En inversa proporción no sería la imagen tan simpática. Sin embargo, la poligamia también va en el paquete, aunque no sea visible para el torpe. ¿Por qué venden ideología las grandes empresas? Porque se han dado cuenta de quién ostenta la hegemonía cultural, y desean que el público vea sus anuncios como una prolongación de los valores y la estética (que son lo mismo) de las plataformas televisivas. Aquí todos tocan de oído. Intentan seguir la musiquilla sin desafinar, pero con tanto ‘idiotes’ el resultado solo puede ser discorde.