Teodoro León Gross-El País
Tener a Podemos en el Gabinete no solo puede ser la pesadilla que se temía Pedro Sánchez en septiembre
Casi resulta irónico el escenario presidido por el eslogan “Este virus lo paramos unidos” para las comparecencias de un Gobierno no precisamente demasiado unido. Más allá del fin de semana en la finca toledana de Quintos de Mora haciendo un rural meeting de confraternización o de la comisión del pacto para suturar tensiones, el Gabinete de coalición no puede ocultar los descosidos. Y eso no se recompone con eufemismos. Aún siguen, es verdad, en el rooseveltiano periodo de pruebas de los cien días, pero hay personalismos tensando las costuras. Tener a Podemos en el Gabinete no solo puede ser la pesadilla que se temía Pedro Sánchez en septiembre, sino que además Iglesias empieza a dar muestras de actuar exactamente como Sánchez temía que actuara. Y eso incluye pedir paso a escena para un mitin institucional en cuarentena.
Claro que las paradojas no acaban ahí. Y apuntan a Sánchez, quien decía en julio: “No es posible que Iglesias entre en el Gobierno; es el principal escollo”. Y añadía que este “no funcionaría, paralizado por sus contradicciones”. Por entonces pensaba en Cataluña; y difícilmente imaginaría a Iglesias alentando desde el Gobierno caceroladas contra el jefe del Estado. Entonces Sánchez aportaba tres razones preventivas ante Iglesias: la primera era política, temiéndose que lo único que hiciera fuera “mirar a otro lado o silenciar” aquello que colisionase con sus prejuicios ideológicos; la segunda razón era de carácter funcional, porque Podemos “no garantiza homogeneidad en su organización”; y la tercera era que fiscalizaría la acción del Gobierno desde dentro, y remataba: “No puedo permitir que entre alguien con el argumento de que me quiere vigilar”. Tampoco imaginaría entonces el modo en que Iglesias ha hablado de una ministra socialista como Margarita Robles (“No imaginaba que la primera preocupación de la ministra de Defensa fueran las personas sin hogar”) con un tono estupefaciente de superioridad moral, como si él sellase los carnés de buenos progresistas. Iglesias está actuando exactamente como Sánchez intuyó. La paradoja es que de momento el mayor defensor de Iglesias sea el propio Sánchez, al precio de haber sacado a Carmen Calvo del núcleo duro de coordinación y dar señales de renunciar ya a la ortodoxia de Nadia Calviño y María Jesús Montero. Eso es lo que Iglesias exhibió reclamando no ya su minuto de gloria, sino media hora de aquí-estoy-yo.
Pablo Iglesias no es un intelectual —en todo caso pertenecería a la categoría de los clérigos traidores de Julien Benda, plegados ante todo a la ideología— sino un político de evidentes cualidades. Eso no incluye la moral, que Ortega ya advirtió que no es una virtud prioritaria en política, pero sí el olfato. Y tal vez Iglesias esté acertando, pero cuesta creer que su intervención esta semana, abandonando la cuarentena para exhibir su cuota de poder, tuviera éxito. Si pitó fuerte fue en el cabreómetro de las redes. Quizá no se deba descartar que esté repitiéndose algo que ya se ha visto antes: Iglesias ya no es Pablo sino el Excmo. Sr. Vicepresidente.