Si el lunes 15 se hubieran reunido en a las 10 de la mañana los 100 analistas políticos más listos de Europa, ninguno de ellos habría sugerido que dos horas más tarde Pablo Iglesias estaría anunciando su salida del Gobierno (salvo el que tiene línea directa y privilegiada con el personaje). En la política española, es menos arriesgado proyectar el medio/largo plazo que el corto. Se puede entrever cómo estará España en cinco años, pero es imposible anticipar lo que sucederá en las próximas cinco horas. No es el futuro, sino el presente, lo que se ha hecho más oscuro e imprevisible.
Al inesperado anuncio le ha seguido una catarata de interpretaciones sobre los motivos y los designios últimos de Iglesias. Me parece un ejercicio estéril y cansino que, por otra parte, exige desbordar el estricto ámbito de la política y adentrarse en otras disciplinas, como la psicopatología. Así que quizá lo más práctico sea limitarse a constatar los hechos objetivos tal como están en este momento y tratar discernir qué consecuencias inmediatas puede tener la decisión del líder de Podemos sobre los equilibrios y el funcionamiento del Gobierno de coalición.
Me rectifico inmediatamente para introducir una hipótesis motivacional: no es descabellado suponer que en el proyecto de Pablo Iglesias no está pasar los dos próximos años de su vida como diputado de la oposición en la Asamblea de Madrid o, en un escenario más improbable, como vicepresidente de Gabilondo. A estas alturas, Vallecas le queda ya muy lejos como horizonte vital.
Es un hecho que el líder de Unidas Podemos decidió unilateralmente abandonar el Gobierno sin otra explicación que la histriónica pulsión de “frenar al fascismo” en un parlamento regional en el que “la derecha criminal” lleva 25 años en el poder. De la misma forma unilateral designó a sus dos sustitutas —una vicepresidenta y una ministra—, afectando no solo a la composición del Gobierno, sino a su arquitectura. Además, ungió con su dedo imperial a una de ellas como candidata de Unidas Podemos a la Presidencia del Gobierno en unas elecciones generales que, en teoría y salvo que Iglesias disponga de mejor información, están programadas para dentro de dos años y medio.
También es un hecho, quizás aún más relevante, lo que no ha sucedido. Pablo Iglesias ha dejado la Vicepresidencia del Gobierno, pero no la jefatura orgánica de Podemos ni la jefatura política de Unidas Podemos. Él sigue siendo el dueño y administrador único de los 35 escaños podemitas que sostienen al Gobierno, y él mantiene la relación privilegiada con los socios de ERC, de Bildu (18 escaños más) y, últimamente, también con los de Puigdemont.
Iglesias sigue siendo, pues, el interlocutor imprescindible con el que Sánchez tendrá que consultar y negociar todos los asuntos de calado político que afecten a la coalición. Una relación que se reformula: en lugar de tratar entre presidente y vicepresidente, pasará a tratar entre dos jefes de partido, un espacio en el que no hay vínculo jerárquico y en el que Iglesias se siente más fuerte y cómodo.
En realidad, es un remedo del modelo que Arzalluz implantó con éxito en el PNV y que ahora continúa Ortúzar. Ninguno de ellos ocupó jamás un puesto en el Gobierno vasco, pero nadie tuvo dudas de quién manda realmente en la política vasca y a qué número hay que llamar para pactar acuerdos, alianzas, presupuestos, investiduras, mociones de censura o cualquier asunto que afecte al reparto del poder.
En lo que se refiere a Madrid, Iglesias se dará por satisfecho si consigue un voto más que Errejón, lo que es verosímil. Por lo demás, que Ayuso arrase, gobierne con Vox, se haga ‘de facto’ con la dirección estratégica del PP y remate a Ciudadanos es un conjunto de buenas noticias para el principal operador de la estrategia de la polarización.
Las cosas cambiarán en el interior del Gobierno, por supuesto. Pablo Iglesias fue un vicepresidente político, completamente desentendido de la gestión, al que a última hora se le colgó nominalmente un ministerio —que jamás ejerció— por cubrir las apariencias. Lo suyo no fue gobernar en el sentido de administrar el interés público, sino en el de mandar, echar pulsos a Sánchez, cortocircuitar cualquier tentación transversal y poner precio político a su respaldo y a los apoyos nacionalistas que acarrea para la mayoría.
Puede seguir ejerciendo esa función de comisariado político sobre la coalición, incluso con mayor libertad, sin necesidad de sentarse los martes en el Consejo de Ministros. Cuando se produzca un conflicto político, ¿a quién llamará Pedro Sánchez, a su flamante vicepresidenta tercera o al jefe de Unidas Podemos? Si este decide conservar su escaño en el Congreso, será un Echenique multiplicado por 10, con licencia para barbarizar y que no negociará con Lastra y Simancas, sino con el patrón.
Yolanda Díaz es el caso opuesto: una ministra de Trabajo activa en la gestión, importante y poderosa, que complementariamente adquiere rango de vicepresidenta. Ese perfil comporta a su vez un alivio y un problema para Sánchez. El vicepresidente Iglesias provocó constantes problemas y choques políticos en el Gobierno y con las instituciones del Estado, pero nunca se molestó en leer un dosier ni se interesó por la gestión. No imagino a la vicepresidenta Díaz embistiendo cada semana contra el Rey, reclamando la autodeterminación o poniendo en la picota a la Justicia. Pero sí ejerciendo toda su capacidad e influencia para pelear una por una las decisiones y los proyectos en el Consejo de Ministros y, sobre todo, en la Comisión Delegada de Asuntos Económicos —el órgano más importante del Ejecutivo—. Incluso puede sentir la tentación de ejercer efectivamente como vicepresidenta social y llamar a despacho a los ministros de su área para que le reporten, algo que Iglesias ni siquiera intentó.
En su programa del jueves, Carlos Alsina entrevistó largamente a Nadia Calviño. Esta dedicó tres cuartas partes de la entrevista a cuestiones de política laboral (lógico en un país cuyo mayor problema económico es el desempleo). Calviño ha detectado el peligro de la nueva situación y se apresura a marcar el territorio. Ha subido un peldaño en el escalafón vicepresidencial, pero ahora tiene enfrente a alguien que sí lee los papeles, habla de lo que sabe y sabe de lo que habla. Y que, con otros modales, es tan doctrinaria como su jefe.