Luis Ventoso-ABC
- Uno de los pasteleros de los acuerdos con ERC acusando de ‘fanatismo’ a Ayuso
Salvador Illa, que el mes próximo cumplirá 55, nació en un pueblo barcelonés del interior, estudió en los escolapios, luego se licenció en Filosofía e hizo el máster del IESE. A los 29 años empezó a vivir de la política como alcalde de su pueblo, La Roca. Cuentan que en general se desempeñó bien, con una idea que dinamizó la zona: montar un gran ‘outlet’. Pasada la etapa municipal siguió chupando del bote en carguillos que le iba buscando el PSC, que lo acabó nombrando secretario de organización. En fin, un ‘apparatchik’ socialista catalán sin mayor historia… hasta que en enero de 2020, Sánchez lo eleva a su umbral de incompetencia al nombrarlo ministro de Sanidad, ramo del que tenía un nivel de conocimiento similar al de Lionel Messi sobre la filosofía de Spinoza.
Su ignorancia absoluta sobre su cartera le daba igual a Sánchez, pues la sanidad estaba transferida a las comunidades y el ministerio era una carcasa vacía, poco más que un instituto público de buenos consejos. La verdadera misión de Illa, de talante sosegado, buenos modales, flequillo atusado y gafas a lo Clark Kent, era mantener bien engrasadas las relaciones con los separatistas catalanes, los partidos del golpe de 2017 que sostenían a Sánchez. Pero entonces se produjo un terrible bromazo del azar: una pandemia universal que nos pilló con un Gobierno más bien amateur y panfletario y con un ministro carente de preparación alguna para semejante reto. Pasó lo que tenía que pasar: lo hicieron de pena. No dieron una en el frente clínico (peor dato mundial en contagio de sanitarios, chapuzas en la compra de material, uno de los cinco países del mundo con mayor tasa de mortalidad, respuesta tardía y mensajes contradictorios). Pero además faltaron a la verdad -nos engañaron sobre los expertos y nos siguen mintiendo con las cifras de muertos- y utilizaron la tragedia sanitaria para un ejercicio de propaganda entre empalagoso y abusivo y para restringir derechos y libertades de manera harto discutible. Por último, cuando vieron que el problema los desbordaba se lavaron las manos y se lo empaquetaron a las comunidades.
El primer síntoma de la embriaguez de poder es creerte tu propia propaganda. Y Sánchez acabó dando por bueno el mito del ‘gran gestor Illa’, cuando simplemente había resultado un incompetente que hablaba en susurros. Lo envió a Cataluña como profeta del cambio, pero gobernarán los radicales separatistas de siempre. Illa, abatido, transita olvidado por la grillera de la política catalana. Pero ayer reapareció en Madrid en un mitin de apoyo a Gabilondo. El hombre del supuesto ‘seny’ y talante se sumó a la obsesión del Orfeón Progresista con Ayuso, tachándola de ‘desleal’ y acusándola de ‘fanatismo’. Todo un poco ridículo viniendo de uno de los pasteleros de los acuerdos con ERC, que como es bien sabido se trata de un partido leal, nada fanático y siempre al servicio de España. A Illa, con su currículo de éxitos, lo que mejor le sentaría sería disfrutar de las bondades del silencio. Tener al menos la dignidad de callarse.