Fabián Laespada-El Correo
Hace quince años que se fue. No quiso ser cómplice de silencios cobardes y de pensamiento único. Era un alma libre, un martillo pilón contra la asfixiante pared de la dictadura, esa o aquella
El, como otros muchos vascos de aquella época, entre los que me encuentro, no entendió esa fatal decisión etarra de seguir con las pistolas; no quiso ser cómplice de silencios cobardes y ventanas cerradas, de miradas inquisitoriales y de pensamiento único. Si algo amaba Imanol, con locura, era la libertad. Era un alma libre, un martillo pilón contra la asfixiante pared de la dictadura, esa o aquella, pero dictadura aderezada con formas fascistas, amenazas, imposiciones y prohibiciones. Contra todo ese fanatismo se rebeló, cantó y se quedó casi solo el grande de Imanol. Su lección de dignidad, de mantener el orgullo de su ‘euskaltasuna’ sin caer en ‘esklabotasuna’, esa forma de mirarnos de frente y exclamar: ya no puedo más, me voy, necesito paz, sosiego y otros aires. Y se fue lejos. Pero no calló.
Años atrás había pasado de ser héroe en julio a ser villano en septiembre: de «colaborar» con los presos etarras por el escarceo de la cárcel de Basauri a traicionarlos por condenar sus asesinatos. Es lo que tiene este pueblo nuestro tan cargado de emotividad política, de maniqueísmos tricolores (o bicolores) y de tanta exaltación patriótica. Y ya sabemos que aquí, aberri ala hil era -y es- para algunos, el frontispicio en el que todo se evalúa y calibra. A partir de su compromiso valiente y nítido de denunciar el asesinato de Dolores González Katarain, se acabaron prácticamente sus actuaciones en fiestas y juergas por el ancho mapa alegre y combativo de Euskal Herria: la extrema abertzale le había declarado su guerra; pero tampoco salieron en su defensa o apoyo otras instituciones culturales, comisiones euskaltzales o asociaciones de idazles, abeslaris, bertsozales o dantzaris, que esos eran los oficios y artes de Imanol.
Además, estaban esos silencios impúdicos de personas que cantaban con emoción y blandiendo puños versos del ingente compositor antiguotarra (Maitiak galde egin zautan, Mendian gora, Koplak…) y a la vez se escurrían y se negaban a escucharle en el concierto de solidaridad hacia él, en un acertado ‘Contra el miedo’, en noviembre de 1989, después de recibir amenazas de muerte. ¿Qué habría pasado si el GAL hubiera amenazado de muerte, pongamos por caso, a Benito Lertxundi o Mikel Laboa? ETA era incuestionable en el mundo euskaldun en aquellos años. Y quien la cuestionase y lo dijese -esa era la clave, decirlo- que arreara con sus consecuencias. Como él lo dijera con mucha armonía, egia garesti dala. Qué cara resulta la verdad. Solidaridad en horas bajas; miedos a granel.
En esa época, no obstante, Imanol estuvo produciendo música a raudales: a disco por año, prácticamente. Sus 24 LPs y su variedad de estilos, textos y texturas instrumentales trajeron al país y a la lengua vasca riqueza y visión abierta a manos llenas: al principio de la transición publicó un disco impresionante, tierno y duro a la vez: Lau Haizetara. Sonaba Wendall detrás de sus potentes letras y vozarrón. Aportaba un aire distinto, fresco y obrero, cantando a los jornaleros de Castilla y denunciando los asesinatos de Erandio. Y, de repente, suena un soneto en español; después un zortziko. Aquello no era normal. En tiempos en los que en euskara solo podía reivindicarse una lucha, un pueblo, una lengua y una forma de interpretarlos, Imanol con esas diez canciones me provocó una sacudida mental tremenda. Solo con el paso de los años pude entenderla, compartirla y admirarla. Pero es que este hombre llevaba en sus venas el inconformismo y la heterodoxia, la diversidad y la sorpresa: de seaska kanta migraba a poeta kaskarra. Esa voz brotaba como un manantial melódico entre la dulzura y la rotundidad.
Pero se fue lejos, allá donde no le insultasen ni le agredieran con pintura de muerte en su portal. Tuvo que escuchar, encima, que él mismo lo había escrito para vender más discos. Los vocingleros que antes le tarareaban, después le acusaron. Como él, habrá que recordar, marcharon de esta tierra miles de hombres y mujeres. La intolerancia desplegada y la asfixiante presión de la radicalidad abertzale (estrategia «oldartzen», aquí va a sufrir todo el mundo) arrojó al exilio físico, pero también intelectual, a una considerable parte de la sociedad vasca. O te callas o te largas. Gregorio, Alberto, Tomás, José Luis… No callaron y ETA los mató para matarlos y para silenciar a todos los discrepantes, disidentes intelectuales y dudosos en general. La táctica de terror para todos los públicos marchaba bien. Imanol optó por poner tierra, tiempo y lágrimas de por medio.
Veinte años atrás, en el Bilbao efervescente de conciertos y jerséis al aire, Imanol vino a La Casilla a cantar. Estábamos pocas personas en el pabellón, muy pocas. Karlos Jimenez al piano y él a la guitarra. Interpretaron unos veinte temas. Se despidió, cómo no, con un desgarrador ‘Mayo’ cantado sin micro. Bajó del sencillo escenario y nos agradeció personalmente haber compartido con él esas dos horas. Le pedí un autógrafo, yo no llegaba a los 20 años, y ese hombrachón me había deslumbrado. No teníamos donde firmar. Abrí mi cartera y en el reverso de un papelajo escribió: Fabianentzat, bihotzez, sentsibilitatean lagun. En 2002 vino a Vitoria a cantar en un acto de la Fundación Buesa. Ya vivía exiliado y triste, pero su voz seguía siendo vigorosa. Le visité en los camerinos y le dije que éramos muchos los vascos que le apreciábamos a él y que despreciábamos el fanatismo. Había abatimiento en su mirada. Al poco, un junio de hace quince años, se nos fue; libre pero bastante solo. Nik gogoan zaitut, Imanol. Mila esker, zure denagatik.