Javier Caraballo-El Confidencial

  • Llegados a este punto de deterioro, tenemos que optar y decidir si preferimos enfrascarnos en disputas cegatas y sectarias sobre el pasado o, por el contrario, reflexionar y aprender algunas lecciones fundamentales que nos deja este inmenso absurdo

Podrán pintar las paredes con espray negro y letras mayúsculas: “Bin Laden vive”, como un resucitado o un fantasma, como el alma de un profeta o de un guerrero inmortal. “¡Bin Laden vive!”, pueden gritar en todo el mundo, porque esa es la verdad, han ganado. Y es de suponer que eso no lo discute nadie: se ha impuesto el vandalismo frente a la civilización; la barbarie y la opresión han vencido a la ilustración, la cultura y la libertad. Ni el ejército más poderoso del mundo, aliado con todas las demás potencias, ha logrado impedirlo en 20 años. En 20 años del siglo XXI, que era el futuro esperado, barbudos que parecen salidos del medievo han arrasado un país entero, con más superficie que España, en tan solo unos días, con una eficacia militar que enrojece a la propia OTAN. 

Cada detalle, cada foto, cada vídeo, cada información que llega de Afganistán agrandan el descalabro. Con lo cual, llegados a este punto de deterioro, tenemos que optar y decidir si preferimos enfrascarnos en disputas cegatas y sectarias sobre el pasado o, por el contrario, reflexionar y aprender algunas lecciones fundamentales que nos deja este inmenso absurdo. Al menos, dos lecciones. La primera tiene que ver con nosotros, con la imbecilidad occidental, desde las mentiras de la guerra hasta el papanatismo de la multiculturalidad, pasando por la urgencia de reconstruir el orden internacional caduco, viciado e inoperante. La segunda se refiere al fanatismo talibán y, por extensión, al fanatismo musulmán, y la duda antigua sobre si las democracias occidentales se pueden exportar a cualquier cultura, en concreto, a las sociedades islámicas.

La imbecilidad occidental, tal y como se plantea aquí, no es unívoca y podría identificarse también con la decadencia de Occidente, como si fueran sinónimos. Los pensadores que vienen advirtiendo de las grietas que aparecen en sistemas democráticos que pensábamos estables y duraderos podrán encontrar un puñado de motivos nuevos en la desastrosa reacción del mundo occidental tras el atentado de las Torres Gemelas, en septiembre de 2001, quizás el inicio de una nueva era. La solidaridad extraordinaria que se suscitó tras aquel atentado pavoroso condujo a la invasión de Afganistán, con la certeza de que era allí, entre los talibanes, donde se escondía Osama Bin Laden, el cerebro terrorista. Las decepciones, la inoperancia y los despropósitos formaron pronto un torbellino de confusión que se tendría que haber disuelto con la verdad, con el reconocimiento de errores y limitaciones, pero sucedió todo lo contrario: una huida hacia adelante, con mentiras que tapaban mentiras. Así se llega a la guerra de Irak, en 2003, de la que no queda en pie ni una sola frase que se pronunciara entonces para justificarla.

La misma mentira sostenida de Afganistán, cuando se nos hacía ver que la democracia allí se estaba consolidando gracias a un progresivo arrinconamiento de los talibanes. El escándalo de los ‘papeles de Afganistán’, que destapó ‘The Washington Post’, detalló la patraña por parte de oficiales del Ejército y responsables políticos para presentar ante la opinión pública supuestos logros y conquistas en la estabilización de Afganistán que no tenían nada que ver con la realidad. La última mentira pudo ser la de Donald Trump cuando aseguró que había pactado con los talibanes “un proceso de paz entre afganos”, y la última torpeza ha sido la de Joe Biden, con este desalojo cobarde, irresponsable y precipitado.

En 20 años, la semilla de la democracia ni siquiera ha llegado a germinar, como si hubieran arrojado granos de cebada en aquel pedregal sobre el que todos los países implicados, como España, levantaban sus bases operativas. Lo único que se ha conseguido ha sido un régimen corrupto, una cleptocracia bien nutrida de cientos de miles de millones. Los aires de libertad y democracia nunca soplaron en aquellas arenas. “Las lealtades a los señores de la guerra de cada tribu valen más que las lealtades a un Gobierno acusado de corrupción e incompetencia”, como escribía la periodista de El Confidencial Alicia Alamillos. Lo cual nos conduce a la pregunta que, en todos estos años, sobre todo al principio, se ha repetido en multitud de ocasiones: ¿puede exportarse la democracia a todas las culturas, a todas las sociedades? 

El desaparecido Giovanni Sartori ha sido uno de los pensadores que más han profundizado sobre esta cuestión, y, cuando ha hablado o escrito sobre ello, no tenía dudas: “No es cierto que la democracia no sea exportable fuera del contexto de la cultura occidental; se puede exportar, pero no siempre. Por ejemplo, su implantación puede chocar con el obstáculo de una religión monoteísta y teocrática, porque si uno obedece la voluntad de Dios no puede obedecer la voluntad del pueblo ni respetar el principio de legitimidad de la democracia. El islam es un sistema teocrático cuyos miembros están obligados a cumplir la voluntad de Alá”. Mientras que el islam no supere ese obstáculo elemental, de la separación de Iglesia y Estado, las únicas ‘democracias’ que conoceremos en las sociedades musulmanas son las de países como Turquía o Marruecos. No hay más. De ahí para abajo.

Lo paradójico de todo esto es que una cuestión que, en principio, es tan elemental desde el punto de vista de un demócrata genera, sin embargo, debates encendidos en nuestras sociedades. Sobre todo la izquierda europea suele mantener una posición permisiva cuando surgen estas controversias; son reflujos de aquella alianza de civilizaciones de planteamientos insulsos con la que la corrección política tocó suelo. El espanto con el que ahora contemplamos el burka de los talibanes afganos, como una muestra inequívoca de la brutal represión que padecen las mujeres en esos países, contrasta, por ejemplo, con los debates de hace unos años sobre la ‘tolerancia’ en una democracia como la nuestra de supuestas costumbres musulmanas que, siempre, padecen las mujeres. Por ejemplo, que se le impida a una niña hacer deporte en el colegio.

 No a todo el mundo le parece normal que se condene a los padres, de la misma forma que ha sido imposible un acuerdo en España para prohibir que una mujer salga a la calle completamente cubierta por un burka, como las que vemos con espanto en Afganistán. ¿Un burka en España es más tolerable y democrático que en Afganistán? Hasta el ‘burkini’ llegaron a justificar algunos con el argumento de que formaba parte de la libertad de la mujer. De modo que, uniendo todos los cabos desparramados durante 20 años, concluiremos que lo menos inesperado ha sido este final. Ahora nos queda solo eso, intentar aprender algo de esta imbecilidad occidental frente al fanatismo talibán o seguir ahondando el despropósito.