Ignacio Camacho-ABC
Contagiaba hombría de bien, lealtad, nobleza y coraje para alistarse en cualquier causa de justicia o de decencia
No es sólo que fuera uno de los mejores de este oficio, si no el mejor: es que era un imprescindible. Uno de esos tipos con los que te alistarías en cualquier causa que tuviera que ver con la justicia, con el honor, con la dignidad, con la decencia. Con David Gistau podías apuntarte a cualquier cosa y a cualquier sitio: a una velada de boxeo, a una tertulia cultural, a narrar una revolución, a ver un partido del Madrid, a tomar un café, una copa o una colina fortificada por un nido de ametralladoras. Porque contagiaba nobleza, hombría de bien, generosidad y coraje. Porque bajo su aspecto montaraz de vikingo o de motero, bajo ese corpachón a lo Rusell
Crowe, su mirada transparente escondía el idealismo de un niño que se resistía a conformarse con la tristeza contempo- rizadora de un hombre. Vivía bajo el código sagrado de la lealtad. Lealtad a su familia, a sus amigos, a su periódico, a su profesión, y sobre todo a su conciencia. La que le permitió ser siempre insobornablemente libre, indómito, independiente por convicción y por naturaleza, refractario a todo lo que supusiera claudicar en su autonomía de pensamiento o aflojar su musculatura ética.
Al aproximarse a la cincuentena había alcanzado el punto de sazón, un equilibrio exacto de inteligencia y de pasión, de arrestos y de prudencia, de hondura y de chispa, de sabiduría y de pujanza, de madurez y de frescura. Contundente y primoroso, duro con las espuelas y blando con las espigas. Reflexivo como los franceses y canchero como los argentinos, sus dos países adoptivos, sobre los que en los momentos de melancolía civil solíamos bromear como aceptables destinos de exilio. Su prosa brillante, recia, llena de brío, bebía en las fuentes de la novela negra, del cine de gángsters, de Corto Maltés y del heroísmo fordiano de banderas polvorientas y cargas de centauros. Le gustaba evocar con Alcántara, ay, aquel periodismo de flexo, alcohol y tabaco que tenía una épica tan lejana de este tiempo de cursilerías esponjosas y consignas manufacturadas a destajo. Había creado un estilo propio en el que con su ingenio relampagueante conducía al lector por un itinerario de ideas, de referencias y de imágenes que creaban un tejido de complicidades del que a veces se desnudaba para abrir en canal su experiencia de padre, su inquietud casi obsesiva por ser para sus hijos un mástil al que agarrarse, su instinto protector, la angustia existencial de su miedo a fallarles. Esto era lo que más le importaba y lo escribo para que algún día lo lean ellos: David hubiera cambiado todo su inmenso talento por la seguridad de haber logrado servirles de modelo.
Y ahora, por favor, dejadme. Esta maldita «lluvia ácida» me envenena el aire. Quiero llorarlo a solas como me enseñó mi madre. Con toda la pena, el dolor y la amargura encerrados en ese cuarto del alma donde jamás de los jamases permitiré entrar a nadie.