CARLOS SÁNCHEZ-El Confidencial
La presión fiscal no es alta ni baja, depende de lo que se pida al Estado. Y si se quiere que financie determinadas prestaciones tendrá que disponer de recursos suficientes
Es una evidencia comúnmente aceptada que los impuestos son el precio que hay que pagar por la civilización. Sin impuestos, la sociedad sería peor. Al fin y al cabo, como decían los viejos constitucionalistas americanos, no somos ángeles. Las leyes, también las tributarias, son el precio de la libertad y de la cohesión social.
Es verdad, sin embargo, que no puede haber norma legal tallada en piedra capaz de precisar cuál es el precio monetario que hay que pagar por mantener esa civilización sin que se desmorone o agriete, y conviene que nunca la haya. Precisamente, porque eso sería contrario a una de las características de la civilización occidental, que, tal y como la definió Arnorld J. Toynbee, tiene en la democracia política una de sus esencias.
Cada sociedad es libre de autoimponerse la presión fiscal que considere oportuna en cada momento. Lo que no tiene derecho es a trasladar a las siguientes generaciones sus caprichos o un modo de vida artificialmente elevado que hipoteque el futuro de sus hijos en forma de deuda. Tampoco, obviamente, a dejar un país devastado por falta de inversión en infraestructuras básicas —educación, sanidad o carreteras— que multiplican el crecimiento futuro.
La carga fiscal de hoy sería descabellada para un inglés del siglo XIX, pero hemos alcanzado un nivel de bienestar impensable en aquel entonces
La carga fiscal que soporta hoy un contribuyente sería descabellada para un inglés del siglo XIX, pero hay pocas dudas de que la modernización de los impuestos respecto del sistema de regalías previo a la revolución industrial ha permitido alcanzar niveles de bienestar impensables hace dos siglos. Otra cosa es distinguir si el sistema es justo o injusto en el sentido aristotélico del término, que, al tratarse de una cualidad moral, no puede ser exigible ante los tribunales, al contrario que el cumplimiento de los sistemas fiscales.
La elaboración de normas, de hecho, es la clave de cualquier sistema político posterior a la Ilustración, cuando se extendió una confianza casi ciega en el poder transformador de las leyes, incluyendo las fiscales. La pasión por las leyes, incluso, llevó a constituir en una antigua capilla del barrio de Saint-Antoine, el Club de los Nomófilos, el club de los apasionados por la ley, que era tanto como decir de los amantes del Parlamento.
El hecho de que el sistema fiscal descanse en el parlamento —una reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el impuesto de sociedades lo acaba de dejar muy claro— no es casualidad. La consolidación de los estados modernos no se entiende sin los impuestos. Son las haciendas públicas las que han modelado los contornos de cada Estado. Hasta el punto de que hoy muchas naciones son reconocibles por la naturaleza e intensidad de sus tributos. No por sus sistemas políticos, que, en general, son similares, sino por los impuestos que se pagan.
Presunta eficiencia
Todo el mundo estará de acuerdo en que los países nórdicos son diferentes al resto porque la presión fiscal es más elevada. Lo mismo que son fácilmente reconocibles Irlanda o EEUU porque los contribuyentes pagan menos impuestos. Y esto es así porque es una decisión política emanada del contrato social vigente en cada sistema político, aunque a veces se le quiera dar un barniz de presunta eficiencia económica. Y es una decisión política, precisamente, porque los impuestos no tienen un carácter finalista concreto, sino que son los gobiernos quienes los asignan en función de las correspondientes mayorías parlamentarias.
Los países con impuestos más altos han decidido que sea el Estado quien asigne los recursos en materias fundamentales, como la sanidad, la educación o las pensiones, al contrario que los más individualistas. Es decir, se pagan más o menos impuestos en función de lo que se pida al Estado, lo que significa, por pura coherencia, que no se pueden exigir prestaciones cuando se le deja sin recursos suficientes para atender las demandas sociales.
Por lo tanto, hay que saber qué se quiere del Estado y luego, para ser coherentes, poner los recursos necesarios a su alcance. No al revés, como está sucediendo en el debate actual sobre la subida de impuestos. El mito de la imposición óptima está bien para los estudiosos, pero no hay nada más político que los impuestos, que son los que han dado forma a los países, lo que no es incompatible con evitar las distorsiones que todos los impuestos generan sobre la actividad de los agentes económicos. Subir o bajar impuestos no es gratis.
Hojarasca ideológica
Es una evidencia que la crisis del covid-19 ha disparado el gasto en partidas como el desempleo, pero también han aflorado serias carencias en la acción protectora de los poderes públicos en cuestiones como la sanidad, la dependencia, la asistencia a los mayores en residencias, los recursos del sistema educativo o, incluso, los salarios de muchos profesionales de la salud, a quienes hoy se viste de héroes, cuando hace poco se ninguneaba su sueldo. Sin embargo, y aquí está la paradoja, el debate gira en torno a si hay que pagar más o menos impuestos, cuando con carácter previo no se ha sido capaz de identificar qué se quiere del Estado.
Sin duda, porque en el debate sobre el modelo fiscal se abusa de la hojarasca ideológica para ganar votos, lo que hace que partidos que ahora se quejan de que suban los impuestos, como el PP hizo cuando estaba en el Gobierno ante un problema descomunal de recaudación, sean al mismo tiempo quienes critican al Gobierno de turno —sea Sánchez o cualquier otro— por la ineficacia del Estado para atender determinadas demandas sociales. Y lo que es todavía más singular, sin ofrecer una alternativa sobre dónde habría que recortar teniendo en cuenta que los ingresos pueden caer este año en torno a los 40.000 millones.
No faltan tampoco quienes engañan a la población diciendo que con subir el impuesto a los ‘ricos’ está todo solucionado. Repercutirán a la clase media
No faltan tampoco, sin embargo, quienes engañan a la población diciendo que con subir el impuesto a los ‘ricos’ está todo solucionado. Los impuestos, guste o no, descansan en las clases medias, como no puede ser de otra manera. Lo contrario sería un sistema fiscal censitario incompatible con la democracia política. Lo relevante, por lo tanto, no es si se pagan muchos o pocos impuestos, lo importante es si la recaudación es suficiente para lo que se quiere hacer desde las políticas públicas.
Esta incongruencia entre lo que se quiere del Estado y los recursos que se ponen a su disposición, ya sea la Administración central, las CCAA o los ayuntamientos, es lo que explica la inconsistencia intelectual del actual debate sobre la subida de impuestos, más cargada de ideología hueca que de un análisis riguroso sobre lo que se quiere hacer con el sector público.
Si parece evidente que el Estado necesita más recursos en una situación como la actual, a qué viene oponerse a incrementar los impuestos si, en paralelo, no se anuncian recortes concretos del gasto público más allá de propuestas vagas y difusas, simplemente para salvar el expediente.
Sorber y soplar al mismo tiempo
Más Estado no es incompatible con mejor Estado. Lo relevante, en materia impositiva, es la sostenibilidad a medio y largo plazo de las cuentas públicas, y los persistentes déficits estructurales no son más que el reflejo de esa incoherencia entre lo que se recauda y lo que se gasta. Y, si se quieren cubrir determinadas necesidades, habrá que recaudar lo suficiente; pero sorber y soplar al mismo tiempo en materia fiscal no es posible. Claro está, salvo que se siga optando, como ahora, por pagar gasto corriente con deuda pública, lo cual es un auténtico disparate que deja en muy mal lugar a esta generación.
Es paradójico, en este sentido, que ningún partido recele de los fondos de la Unión Europea para recomponer la economía, pero al mismo tiempo se oculta que ese dinero es posible porque la propia Comisión Europea ha propuesto acudir al endeudamiento, aunque también ha asumido que tendrá que aumentar la presión fiscal. Precisamente, para financiar esos programas.
Bruselas ha propuesto, en concreto, ampliar los recursos propios a través de los derechos de emisión de la industria marítima y la aviación —unos 10.000 millones de euros anuales—; mediante un nuevo impuesto para gravar las operaciones de las grandes empresas que obtienen enormes beneficios del mercado único —otros 10.000 millones—; mediante ingresos por ajustes en frontera de las emisiones de carbono —entre 5.000 y 14.000 millones— o a través de un impuesto digital sobre las empresas con un volumen de negocios anual superior a 750 millones —hasta 1.300 millones—.
Estas urgencias del sector público en un contexto como el actual, de hecho, no son incompatibles con una reforma integral de un sistema fiscal obsoleto
Es decir, se acepta que el dinero que vendrá de Bruselas a partir de 2021 proceda de una subida de impuestos, pero se critica que el Estado busque nuevos ingresos, lo cual no parece muy coherente. Máxime cuando no hay propuestas para modernizar el aparato del Estado mediante una decidida evaluación de las políticas públicas y así evitar el despilfarro, las duplicidades y la grasa que en muchas ocasiones lo hace no solo ineficiente, sino también inútil.
Estas urgencias del sector público en un contexto como el actual, de hecho, no son incompatibles con una reforma integral de un sistema fiscal que se ha quedado obsoleto, tanto en lo que se refiere a la administración tributaria en su relación con los contribuyentes, a quienes suele considerar meros sujetos impositivos, como en el reparto de la carga fiscal, que hace recaer en los asalariados el grueso de la recaudación frente a otros colectivos. Sin contar la pervivencia del demencial sistema de módulos, que es un pozo de dinero negro y blanqueo, como acaba de reconocer Hacienda en las últimas medidas fiscales, que permiten tributar en medio de la pandemia por ingresos reales y no por estimación objetiva. O el absurdo de estar más preocupados por los tipos impositivos, cuando Hacienda deja de ingresar cada año más de 34.800 millones de euros en beneficios fiscales que achatan las bases imponibles.
Al final va a tener razón Luis Araquistáin cuando decía que los males de España no eran económicos, ni siquiera pedagógicos, sino morales. Y no decir la verdad sobre los impuestos es una forma de ser poco honestos.