José Luis Zubizarreta-El Correo
Los acuerdos que hayan de hacerse en las instituciones vascas no pueden estar supeditados a los que terceros hagan, dentro de su autonomía, en otros ámbitos

La semana que mañana comienza será decisiva para perfilar los acuerdos que habrán de alcanzarse para gobernar nuestras instituciones. Me refiero, por supuesto, a las de Euskadi, donde, a diferencia de las del Estado, el electorado ha expresado su voluntad con extrema claridad en lo relativo a la gobernabilidad. Desde el momento en que se abrieron las urnas, tanto ganadores como perdedores asumieron que la actual coalición de Gobierno había recibido el aval para hacer extensivos sus acuerdos a los órganos forales y a los grandes ayuntamientos. No había otra alternativa que ofreciera tantas garantías de estabilidad, cohesión y capacidad de gestión, pese a lo mucho que haya de corregirse. Y era la única que, en los ámbitos citados, había salido reforzada.

Pero, como ya advertíamos la misma noche electoral, surgiría la tentación, en algún Territorio o en uno u otro partido, de cuestionar el actual statu quo apelando a excusas de muy diversa índole. Así ha ocurrido, aunque sólo sea para confirmar que la excepción confirma la regla. Y como el cuestionamiento no es de recibo si, en su favor, se esgrimen sólo los datos de nuestra Comunidad Autónoma, los que lo defienden, en concreto el presidente del GBB del PNV y, más tímidamente, otro burukide vizcaíno, han ideado la teoría que han dado en llamar de «los tres vértices» -Euskadi, Navarra y España-, que habrían de cohonestarse entre sí para mantener los pactos existentes. De ese modo, el partido ganador, con pretensión de hegemónico, tendría en cuenta, antes de cerrar acuerdos en Euskadi, lo que los compañeros del eventual socio vasco hicieran con sus pretensiones en el Antiguo Reino y en el Gobierno central.

Lo primero que a uno se le ocurre pensar es que esta innovadora teoría no lo es tanto. Ya se probó en sustancia y, por cierto, fracasó hace no tanto, con ocasión de la aprobación de los últimos Presupuestos de Rajoy. Se trata en el fondo de supeditar la decisión propia a las que, en ámbitos distintos a lo que se dirime en la negociación, adopte un tercero. En el caso mencionado, el PNV tuvo que dejar caer su pretensión de supeditar su postura ante los Presupuestos a la retirada de la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña. En el presente, el cuerpo extraño que se quiere introducir en la negociación del acuerdo para las instituciones vascas es la postura que el PSN adopte en la formación del Gobierno navarro y la actitud que el Presidente Sánchez muestre en relación con las reivindicaciones del PNV.

No es, por supuesto, objetable que el PNV, a la hora de negociar, ponga sobre la mesa el conjunto de demandas que puedan ser atendidas por su interlocutor. Sí lo es, por el contrario, que demandas partidarias se mezclen con las que afectan a todo el país. Y, en este caso, de los tres vértices que se manejan, uno es, por así decirlo, el dominante, de modo que sus intereses habrían de prevalecer sobre los de los otros dos. Por ello, ni las decisiones que en el ámbito de la Comunidad Foral adopte el PSN ni la receptividad que muestre Sánchez ante las demandas del PNV deben condicionar los pactos que, en ejercicio del autogobierno y en beneficio del país, hayan de cerrarse en la Comunidad vasca.

Tan obvio es esto, que, más que por lo que denota, la teoría de los tres vértices preocupa por lo que connota. Bajo ella se intuye una incomodidad con el statu quo que impulsa a cuestionarlo cuando toca y cuando no toca. Como si la situación de acuerdo entre identidades diferentes y de ‘gobiernos consociativos’, que Euskadi ha vivido prácticamente durante todo el período del autogobierno, fuera provisional y forzada, y debiera dar paso, lo aconseje o no la oportunidad, a la más natural y definitiva de la homogeneidad de sentimientos identitarios y de consiguientes ‘gobiernos disruptivos’. Por eso, al actual socio se le recuerda que es sólo acompañante ocasional, quizá hasta indeseado y, en todo caso, expuesto a ser relevado cuando convenga. Se trata de un impulso, nunca del todo reprimido por el nacionalismo, que, pese a haberse revelado sumamente negativo en otras ocasiones, amenaza con rebrotar cada vez que la coyuntura lo permite. Y en esta ocasión, la que vive Cataluña y, por contagio, Euskadi es su mejor abono. Una amenaza frente a la que el propio nacionalismo, más que ningún otro, debería estar siempre alerta.