Trump, un magnate multimillonario, provocador e imprevisible, sin ninguna experiencia en gestión pública, ha logrado el reto más difícil de su vida presumiendo, justamente, de representar la antipolítica. Si ya demostró una extraordinaria capacidad al imponerse en las primarias del Partido Republicano, con todo en su contra, este triunfo confirma que el candidato ha sabido interpretar bien el descontento de una parte amplia de estadounidenses.
Trump despierta hoy una absoluta incertidumbre mundial. Porque, más allá de salidas de tono y de un puñado de propuestas demagógicas nada articuladas, el republicano se ha presentado a las elecciones sin un verdadero programa. Curtido en realitys de televisión, se ha limitado a venderse a sí mismo. Y eso le ha bastado. Explotando, eso sí, un relato populista teñido de mensajes xenófobos y ultranacionalistas –«América para los americanos», simple y efectista– que ha exorcizado todas las contradicciones a las que se enfrenta la sociedad estadounidense en una época tan convulsa.
Pero, dicho lo anterior, cabe reconocer que en su primer discurso ya como presidente electo Trump abandonó todo estilo bronco y prometió que «será el presidente de todos los estadounidenses», instando a restañar las divisiones. No le falta responsabilidad en un asunto del todo prioritario, porque hoy la sociedad estadounidense está enormemente polarizada, y las fracturas raciales y de clase se han convertido en bombas de relojería. Trump fue también especialmente cortés con su rival, Hillary Clinton, cuando sólo días antes pretendía «encarcelarla» por el escándalo de los emails. Y se mostró conciliador en su deseo de tener «buenas relaciones» con todas las naciones. De algún modo, sus palabras fueron una necesaria autoenmienda a la totalidad. En el bando opuesto, la incomparecencia de la candidata demócrata para asumir su derrota dejó muy mal sabor de boca en la noche electoral. Incluso comprendiendo el desgarro que el resultado ha producido en alguien que ha dirigido todos los pasos de su vida en las últimas décadas, tanto en lo político como en lo personal, a conquistar la Casa Blanca, es inadmisible que no diera la cara en un momento así, y esperara al día siguiente para hacerlo.
En número de votos, hay un empate técnico entre ambos candidatos. Pero el republicano aventaja a Clinton por la friolera de 62 compromisarios al imponerse en la mayoría de estados, incluidos algunos bisagra como Florida, Ohio o Carolina del Norte, en los que se jugaba todo. Trump ha seducido, como era previsible, a los votantes de esa América profunda, rural, muy conservadora y temerosa de que fenómenos derivados de la globalización, como la nueva ola de inmigración, el multiculturalismo o el terrorismo internacional, pongan en cuestión su modo de vida tradicional. Pero ha cosechado igualmente el voto urbano de masas de personas decepcionadas con el sistema, que se sienten excluidas del mismo. Por no hablar del éxito en estados tradicionalmente demócratas con un rico pasado industrial, sometidos hoy a una reconversión severa.
En definitiva, el éxito de Trump es transversal. Frente a una Hillary Clinton fuertemente identificada con el establishment, que no ha sabido desprenderse de su imagen fría y hasta poco honesta, el empresario ha capitalizado todo el voto del descontento. La crisis económica ha sido determinante. Así, aunque Obama puede presumir de que el paro en EEUU apenas se sitúa hoy en un 4,9%, en la última década no ha dejado de crecer la desigualdad; el ascenso social es cada vez más una utopía que una realidad en el país del sueño americano; el nivel adquisitivo de las clases medias se ha visto muy mermado; y se ha agrandado la bolsa de millones de ciudadanos para quienes tener un empleo no basta para vivir. Es el caldo de cultivo perfecto para la indignación, en el que han prendido las apelaciones emocionales de Trump al proteccionismo y a hacer de nuevo «grande» América.
El descontento con la política tradicional y con los partidos clásicos, igual que está sucediendo en buena parte del mundo, ha pesado mucho más que los comentarios machistas o racistas de campaña. Asistimos a una sacudida total al sistema que liga este resultado con el triunfo del Brexit en el referéndum británico, con el auge mundial de los populismos o con el fracaso de la consulta del Gobierno de Colombia sobre el acuerdo de paz.
De ahí que Hillary haya movilizado muy insuficientemente a sectores de la población cuyo apoyo masivo le resultaba imprescindible, como los inmigrantes o las mujeres. Y ha fracasado, además, en el intento de arrastrar a los jóvenes, sumidos en un desencanto contra el que sólo pareció conjurarles el rival en las primarias de la propia Clinton, el izquierdista Bernie Sanders.
Recelos en el interior y el exterior
No son pocos los lógicos recelos que despierta Trump por su defensa de medidas controvertidas. En materia de inmigración, resulta poco creíble su bravata de expulsar a los 11 millones de indocumentados que residen en EEUU. Y, a buen seguro, su anunciada construcción de un muro en la frontera con México se sustituirá por un nuevo acuerdo para reforzar los controles migratorios. Lo grave es que se ha instalado en el debate un discurso muy peligroso de odio racial que convierte al inmigrante en chivo expiatorio, con mucho eco en movimientos ultraderechistas de Europa.
Preocupante también es lo que pueda hacer Trump en política comercial y exterior. Ya ha prometido la revisión de algunos tratados económicos como el que Washington selló con las potencias del Pacífico. Una política neoproteccionista tendría efectos muy dañinos en la economía global, resentida aún por la última recesión. Inquieta igualmente el anunciado repliegue en política exterior. Trump sostiene que EEUU necesita recuperar cierto aislacionismo, alejarse del rol de gendarme mundial que ejerce desde la II Guerra Mundial. Pero ello se traduciría en tensiones geoestratégicas, sobre todo en regiones con débiles equilibrios como Oriente Próximo. No extraña así la exultante felicidad de Putin.
Ahora bien, el sistema político estadounidense se asienta en un afinado juego de pesos y contrapesos. Y aunque los republicanos vayan a controlar la Presidencia, la Cámara de Representantes y el Senado –este partido no lo conseguía desde 1928–, no olvidemos que Trump es un outsider entre los suyos, a muchos de los cuales les espantan sus promesas. La pugna interna obliga a reequilibrar las cosas y la demagogia populista tendrá que ceder a la realpolitik. Mientras, el mundo no puede sino esperar asombrado ante la mayor incertidumbre que jamás ha despertado una elección presidencial.