Sin acuerdo del nacionalismo moderado con los constitucionalistas que legitime el sistema, es muy difícil educar para la paz. Parece que se intenta sustituir el discurso político propio de una institución política por otro ético o religioso. Así, es fácil que el resultado sea el contrario al que se busca: justificar, o al menos otorgar causa, a la violencia terrorista.
El mismo día en el que el Rey cumplía sus 70 años y se repetían los elogios a su persona -Mario Onaindia decía de él que tuvo la niñez y juventud dolorosa de un príncipe de tragedia de Shakespeare; quizás de esa penosa experiencia su capacidad para superar lo que parecía sólo resoluble con otra tragedia-, me di un paseo patriótico-sentimental por donde me lo puedo dar tranquilamente, por los barrios antiguos de Madrid, siguiendo la estela de la insurrección de mayo de 1808.
Pude descubrir que mucho hablar de la celebración del bicentenario, pero allí, en el sitio donde estaban los cuarteles desde donde salieron Daoíz y Velarde, que se llama como no podía ser menos Plaza del Dos de Mayo, el monumento en su honor está como si sobre él hubiera pasado una cuadrilla de vándalos gamberros o de pacifistas radicales. Y digo esto último porque se ve que se ensañaron especialmente con las espadas de los dos héroes, que se las cortaron desde la empuñadura, cosa que no hubieran hecho unos gamberros sin ton ni son que hubieran ido a destrozar todo el monumento. No estaría mal que las autoridades preocupadas por el bicentenario le dedicaran un poco de escayola al honor patrio así escarnecido, máxime en un año con el fin gubernamental propuesto de educar a la ciudadanía en los valores nacionales y contra el absolutismo que tal fecha ha tenido en la lectura liberal.
Ese mismo día me entero de que el plan vasco de educación para la paz -otro plan de la larga lista de planes del nacionalismo recogida por Manu Montero- ha sido aprobado ante los recelos de socialistas y populares, preocupados por la insistente equidistancia del nacionalismo entre la violencia de ETA y «otras violencias». Aquí, que nos conocemos todos, las «otras violencias» se refieren a las del Estado. No hace falta darle muchas vueltas al asunto: se plantea de nuevo, pero esta vez nada menos que como plan educativo, la incoherencia de buscar la paz deslegitimando el sistema político, deslegitimando la necesidad de que éste ejerza la justicia, o incluso la represión, ante la arbitrariedad del terrorismo u otras formas de abusos.
Sin acuerdo del nacionalismo moderado con los partidos constitucionales que legitime el sistema político es muy difícil educar para la paz. Por el contrario, lo que parece que se intenta es sustituir el discurso político que debiera ejercitar una institución política, por otro ético o religioso, que permite la heterodoxia o incluso la aberración, evidentemente utilizado, además, para no mostrar el imprescindible acuerdo en el político. En esta incoherencia es muy difícil que el resultado no sea precisamente el contrario que el que se busca: justificar, aunque sólo sea parcialmente, o al menos otorgando causa, la violencia terrorista. Es decir, volvemos a replantearnos la situación de 1808: la política liberal como marco de encuentro que conforma un sistema político, y las complejidades, particularismos, excepciones, privilegios, justificaciones estamentales que acaban haciendo imposible la convivencia social. Así, es normal y lógico que padezcamos lo que estamos padeciendo desde hace demasiados años.
De paso que recomponemos las maltrechas estatuas de nuestros héroes nacionales, aunque sean de humilde escayola, sería lógico solicitar alguna coherencia más. No se puede estar repicando con una mano al sistema, que es el que le otorga el poder al Gobierno vasco, y con la otra, aunque sea el repique de una campanilla, otorgando la suficiente legitimación a la violencia. Además, para pedirle incoherentemente desde ese mismo púlpito que desaparezca ETA, cuando se educa que existen «otras violencias», entre ellas, por ejemplo, aquella que le va decir a Ibarretxe que se vaya con su plan soberanista a otra parte.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 9/1/2008