MANUEL ARROYO-El Correo

La pandemia ha puesto a prueba uno de los principales mantras del nacionalismo: más autogobierno, más bienestar. No ha habido sustanciales diferencias en la gestión del virus cuando su protagonismo ha recaído en el Gobierno vasco y en el central. Tampoco en sus resultados. Cierto es, sin embargo, que los ciudadanos valoran mejor la labor del primero, según varias encuestas difundidas en los últimos días.

Esos sondeos, elaborados por Ajuria Enea y la Universidad de Deusto, también coinciden en una amplia conformidad con el actual sistema autonómico, aunque una parte de la sociedad desearía enriquecerlo con más competencias, y en un mínimo apoyo a una Euskadi independiente. El modelo territorial está muy lejos de figurar entre las principales preocupaciones de la ciudadanía. Solo lo cita un 3,6% de los consultados en el Deustobarómetro. Ello no desmiente la pertinencia de actualizar el Estatuto de Gernika para acomodarlo a la realidad actual. Al amparo de esos datos, más discutible resulta justificar tal revisión en la necesidad de que el País Vasco «se sienta cómodo» en su relación con España. Parece que básicamente ya lo está. Que, a diferencia de Cataluña, ese no es un problema. Salvo que alguien se empeñe en crearlo, lo que, visto lo visto, se antoja un disparate.

Con la crisis sanitaria del covid cerca de quedar encarrilada, y los indultos y la mesa de diálogo entre el Gobierno y la Generalitat sobre el tapete, el nacionalismo vasco pretende aprovechar la coyuntura para plantear «qué hay de lo mío». Persigue un triple objetivo: el reconocimiento de Euskadi como nación, una relación bilateral de igual a igual con el Estado -se entiende que como la que mantiene España con Portugal, Argentina o Israel- e impedir que el criterio de este se imponga en caso de desacuerdo. Sumadas al extensísimo nivel competencial con el que ya cuenta Euskadi -incluido el Concierto Económico-, esas facultades, aunque se presenten envueltas en un lenguaje edulcorado para hacerlas más digeribles, supondrían un salto cualitativo hacia la soberanía efectiva. ¿Qué faltaría para la independencia aunque no hubiese una ruptura formal? Lo sería casi de facto, en versión 5.0 o como se la quiera llamar. Por muy amable que sea su formulación.

El PNV tiene la ventaja del peso de sus votos para garantizar a Pedro Sánchez la estabilidad que necesita. Pero el serio inconveniente de que ni siquiera el presidente más magnánimo con los nacionalistas -y el actual lo es- está en condiciones de acceder a demandas que, según una interpretación generalizada, violentan estrepitosamente las cuadernas del marco legal. No será fácil alcanzar un acuerdo transversal en esos términos en los debates que el Parlamento vasco reanudará tras el verano. Y mucho menos la mayoría necesaria en el Congreso.

El autogobierno del que disfruta Euskadi es incomparable en Europa. Tan elevado que cuenta con un margen de mejora muy limitado, además de con un alto grado de satisfacción por parte de la ciudadanía. Incluidos los votantes de la izquierda abertzale. Resulta legítimo aspirar a más y más. Pero con los pies en el suelo. Si alguien tiene dudas, que mire a Cataluña.