El efecto electoral de esta protesta, si es que lo tuviera en magnitud apreciable, es un asunto abierto a la especulación. La música ha encontrado amplia comprensión. La cuestión es quién pone la letra y lo que esta signifique.
Habrá que disculpar a los suspicaces. Por un momento alguien ha podido extrañarse de que haya sido ahora, precisamente a unos pocos días de unas elecciones con buen pronóstico para el Partido Popular y muy malo para la izquierda, cuando ha prendido la indignación. No parece que los acampados tengan hoy más motivos para expresar su descontento que un año o cinco meses atrás y, sin embargo, han soportado el deterioro de las condiciones económicas y de sus propias expectativas laborales y personales con gran paciencia hasta que han dicho «basta», seguramente sin reparar en que mañana se celebran elecciones.
El efecto electoral de esta protesta, si es que lo tuviera en magnitud apreciable, es un asunto abierto a la especulación. La música ha encontrado amplia comprensión. La cuestión es quién pone la letra y lo que ésta signifique.
De todas formas, la coincidencia de estas protestas con los comicios sí ayuda a poner en evidencia dos falacias, dos serias distorsiones de la realidad, que dan cuerpo a la denuncia. La primera, que todos los políticos son iguales y que la culpa es del «sistema». Bien es verdad que eso fue al principio de la acampada. Con el paso de los días, los interpretes mediáticos de guardia han ido pasando a limpio las cosas, aclarando que la culpa en realidad es del PP. Lo relevante es que con esta descalificación de la política, pierde sentido la democracia porque no tiene objeto pedir cuentas a quienes gobiernan ni merece la pena votar ya que el «sistema» es el que siempre manda. La arrogante pretensión de contar con las claves de una «democracia real» no cuadra con la negación de la competición democrática que implica elegir entre opciones dentro de un terreno de juego de reglas compartidas.
La segunda de estas falacias consiste en demonizar la política mientras se deja a salvo a la sociedad como una víctima, toda virtud, de esta casta de privilegiados que «no nos representa». Nos guste o no, la política tiene mucho de espejo de la sociedad que la segrega. Sería muy tranquilizador pensar que nuestros problemas radican en liberar a una sociedad estupenda de una política enferma. Pero las cosas son algo más complejas y no se pueden reducir a la elección del chivo expiatorio más adecuado sabiendo que se formará una cola de indignados esperando su turno para propinarle a la política la patada que les alivie de su indignación.
Tenemos muchos problemas como sociedad y no menos como organización política institucional. Pero si de algo debería huir España como del diablo es del discurso de la antipolítica del que nunca ha salido otra cosa que populismos, justificaciones para el autoritarismo intervencionista y coartadas para la corrupción.
«Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir». Este cursi remedo de los eslóganes del 68 francés podía leerse en uno de los carteles que los acampados exhibían en la Puerta del Sol. Otro indicio, por lo que sugiere, de que estamos ante la tercera generación que en Europa es víctima de la estafa cultural y moral que el progresismo empezó a trabar hace casi 50 años. Al calor de la Europa del bienestar, los profetas de la revolución sexual y de la sociedad del ocio prometían, precisamente a los jóvenes, la emancipación de todas las estructuras «represivas» que, como la familia y el trabajo, reproducían la moral burguesa y la dominación patriarcal. Proclamaban que la deconstrucción y la sospecha habían conseguido dejar al descubierto esos artificios represores apuntalados por los grandes relatos de la política y la religión. Hombres y mujeres liberados de semejantes servidumbres vivirían dedicados a su autorrealización sin restricciones, y con culpables siempre a mano -el famoso «sistema»- para derivar hacia ellos toda responsabilidad. Y en ello seguimos, buscando el paraíso terrenal de la adolescencia sin término que, claro está, son otros los que nos impiden alcanzar.
Comparadas con las del 68 en París, las reivindicaciones se han vuelto más prosaicas porque el paraíso prometido parece que tarda en llegar. Pero en lo demás, aquel engaño, urdido por una filosofía que se proponía como su antídoto, sigue funcionando y atrae a nuevas víctimas como todavía hoy sigue ocurriendo con los juegos de trileros o esos viejos timos en los que la gente vuelve a caer aunque sean bien conocidos.
Es casi fascinante que mientras se repudia la globalización, la acampada se difunda a través de Twitter, con tecnología de las más grandes multinacionales que transmite la descalificación del capitalismo a países que el capitalismo ha transformado de sociedades agrarias en economías emergentes.
Se proclaman defraudados por el sistema y tienen razón al denunciar -¿a quién?- un horizonte tantas veces angustioso por carente de expectativas. Pero ese reproche deberían dirigirlo también a un sistema educativo que les ha fallado por culpa de paradigmas pedagógicos pretendidamente críticos y emancipadores a los que seguimos aferrados a pesar de su fracaso. Y a un debate público en el que las más exitosas discusiones políticas se localizan en los programas de la telebasura. Exigen responsabilidades a los bancos, a los mercados, y al capitalismo. Bien está. Pero si no quieren engañarse, no deberían olvidarse de ajustar cuentas con Marcuse, Foucault y Sartre.
Javier Zarzalejos, EL CORREO, 21/5/2011