KEPA AULESTIA, EL CORREO 02/02/13
· La corrupción despoja de autoridad moral a los responsables públicos que sortean su denuncia e impulsan ajustes y reformas.
La corrupción política no podría sostenerse sin que sus protagonistas, cómplices y testigos más próximos se guarezcan en esa patología tan humana que es la fabulación. La fabulación permite disipar la mentira hasta construir una verdad a conveniencia. La licitud de los actos propios queda a salvo porque se recrea una conciencia a su medida. El acusado de corrupción no se siente en la necesidad de demostrar su inocencia porque ésta queda preservada constitucionalmente. Cuenta con la ventaja de que el delito que se le imputa no ha causado víctimas identificables porque ha defraudado a algo tan anónimo como la sociedad entera. Esto último da alas a la fabulación de una vida activa, incluso entregada, que solapa y empequeñece el mal causado bajo su otra personalidad. Un síndrome que afecta también a quienes acaban paralizados porque no pueden formar parte de la acusación que desmoronaría ese pequeño mundo en el que conviven con corruptos y corruptores.
La profilaxis con la que, tras el Consejo de Ministros de ayer, la vicepresidenta Sáenz de Santamaría quiso mantener al Gobierno al margen de la supuesta existencia de ingresos y pagos irregulares en la sede central del PP a lo largo de varios años acabó siendo una farsa absurda que trataba de soslayar dos detalles cruciales. El más evidente, la presencia de Mariano Rajoy en el listado de quienes supuestamente cobraron sobresueldos. El más importante, que las supuestas donaciones están a nombre de personas y empresas que contrataban con la Administración. A la espera de lo que hoy diga o calle el presidente, el reparto de papeles entre la indignada María Dolores de Cospedal y la evasiva Sáenz de Santamaría traslada un mensaje imposible en una formación en la que todos sus dirigentes asumen responsabilidades institucionales: el Gobierno está para mirar al futuro, y es el partido quien debe rendir cuentas del pasado. Mensaje que, de paso, refleja cuitas internas difíciles de descifrar.
Pero la profilaxis frente a las acusaciones de corrupción encuentra tantos adeptos como responsables institucionales. La iniciativa de Artur Mas de convocar la próxima semana un encuentro con los órganos catalanes que ejercen el control de la acción pública –desde la Fiscalía a la Oficina Antifraude, pasando por la Sindicatura de Cuentas– resulta cuando menos sorprendente, porque sitúa al gobierno de la Generalitat emplazando a las instancias encargadas de supervisar su actuación a que cumplan con su cometido. Ello una semana después de que Mas hubiese puesto ‘la mano en el fuego’ por la honorabilidad del exalcalde de Lloret de Mar y actual parlamentario convergente, Xavier Crespo, ante la investigación sobre la trama rusa de blanqueo de dinero que, al parecer, operaba en dicha localidad. El poder ejecutivo desafía a la Justicia a esclarecer los casos de corrupción mientras la política partidaria encubre sus deslices.
La corrupción política puede ser un problema generalizado, pero no es un mal genérico. Ofrece siempre un patrón: la utilización del poder institucional como fuente de recursos para el partido con influencia o para las personas que demuestren poseerla. El paradigma de esto último lo encontramos en la trayectoria de Iñaki Urdangarin como consorte en la familia del Rey porque, si nos atenemos a las informaciones publicadas, no se le conoce actividad profesional alguna que no estuviera destinada a aprovecharse de su relevante posición para beneficio propio a cuenta del erario o de entidades privadas que pudieron ver en él a un comisionista ineludible. La corrupción es la multiplicación de conductas que reproducirían, a mayor o menor escala, el ‘modelo Urdangarin’. Pero no es sólo el reflejo extremo de la codicia humana; es la consecuencia de las complicidades que se generan en la vida pública, de la fácil penetración de los intereses privados en el ámbito público, de la opacidad consagrada a mayor gloria del poder y del ejercicio arrogante de éste.
Los esfuerzos para diluir el problema por parte de los responsables institucionales anuncian planes integrales de prevención: consensos políticos, ley de Transparencia, recomendaciones para la regeneración democrática encargadas al Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Transfiriendo a los tribunales la tarea de identificar culpas y culpables, el poder ejecutivo y el legislativo se comprometen a poner las condiciones para que no vuelva a ocurrir. Cabe pensar que se trata de enfriar el asunto para que puedan adoptarse medidas de largo alcance y, así, bajar la temperatura del asunto. Dado que nadie en el partido de gobierno parece facultado para lanzar la primera piedra, es de suponer que tampoco la oposición lo estará. Pero la renuencia a esclarecer el pasado ya no sirve. De hecho es lo que extiende una sombra de sospecha general de la que ningún partido y ninguna institución quedan libres. Lo que propicia la perpetuación del mal.
Las noticias de corrupción no han desatado una nueva tormenta sobre la deuda española. El crédito financiero parece haberse restablecido en las últimas semanas. Pero se esfuma la otra credibilidad: la de la solvencia institucional de un país que tiene razones para sentirse como una colectividad de súbditos, de ciudadanos engañados, de contribuyentes que un día tras otro reciben invitaciones a no contribuir. Los dirigentes que sortean las denuncias de corrupción se resisten a admitir que en pocas semanas han perdido la autoridad moral que desplegaban al argumentar que, contra su deseo más íntimo, estaban obligados a adoptar medidas drásticas de ajuste y reforma.
KEPA AULESTIA, EL CORREO 02/02/13