Miquel Giménez-Vozpópuli
El coronavirus tiene un efecto colateral nada despreciable: permite identificar la abyección moral automáticamente
A Nietzsche le preocupaba encontrar un solo moralista que supiera darle un ejemplo. Si hubiera conocido a los líderes separatistas se habría vuelto loco mucho antes, puesto que es imposible encontrar gentes que se llenen tanto la boca de ética mientras profesan una inmoralidad tan profunda, una bajeza humana más terrible. La exconsellera Ponsatí, por vía de ejemplo, ha dado una muestra más acerca de la catadura de la cúpula procesista, la que predica la revolución de los ricos incluso en medio de la gravedad presente. En un tuit ha escrito, a propósito de la angustiosa situación que se vive en Madrid, con el triste récord de contagiados y fallecidos por el Covid-19 de toda España, la bellaquería “De Madrid al cielo”. Puigdemont, otro cobarde como ella, no ha tardado en retuitearlo. Ni que decir tiene lo jaleados que han sido por las hordas de fanáticos que los siguen.
¿Qué hay dentro de esas cabezas, que no sienten la menor empatía hacia las personas que sufren, que están enfermas, que mueren? Son los mismos que lloran cuando escuchan una sardana, se estremecen al ver una estelada o que se pasan el día con llantinas lastimeras reclamando comprensión con los condenados separatistas, los CDR, los vándalos de la Meridiana; son los que se estremecen al estrecharle la mano a Torra, los mismos a los que les brillan los ojos en sus manifestaciones. ¿Tienen la capacidad de sentir emociones igual que ustedes o yo? ¿Son personas capaces de querer de amar al prójimo? No. Recuerdan a aquellos nazis que acariciaban amorosamente a sus perros o lloraban copiosamente escuchando a Wagner, los que entraban en éxtasis si el Führer les daba la mano mientras millones de seres humanos morían por culpa de su ideología criminal. Eso no es tener sentimientos. Eso no es tener moral. Eso no es albergar humanidad en el seno de tu alma.
Su condición sectaria ante el dolor ajeno, el de verdad, el que te puede llevar a la muerte, les impide sentir nada hacia cualquiera que no sea de los suyos. No conocen el amor, que siempre tiene una base de generosidad. No saben lo que significa ni les interesa porque su sentimiento más profundo es el odio. Son lo que son no tanto por aquello que dicen querer, sino por lo que afirman odiar. España, los españoles, los castellano parlantes, lo que políticamente no son separatistas, da igual. Incluso se odian entre ellos porque, una vez drogados con ese Pervitin poderosísimo consistente en odiar al otro, necesitan más y más dosis para creer que están vivos. Y no lo están. Son cadáveres ambulantes que pasean su inmundicia creyéndose superiores, sin saber que su alma murió hace mucho tiempo y que no tienen otro destino que convivir con el hedor de su mente corrupta y terminar en el cementerio de las ideas, esa fosa común en la que se entierra todo lo que de malo tiene la humanidad.
Solo pueden usar su rabia y vomitar la bilis que llevan dentro, emponzoñando el océano de bondad que ha brotado rugiente de una sociedad que sabe cómo pocas dar de sí lo mejor que tiene
Cuando se apela a la humanidad, a la solidaridad, cuando se trata de una emergencia mundial, solo saben decir “De Madrid al cielo”, invocando sus privilegios de casta y despreciando a todo y a todos mientras sus propios compatriotas, esos que dicen amar tanto, luchan con denuedo para salvar vidas, bien sean enfermos, bien esos ángeles con batas blancas que están al borde del agotamiento, bien sean policías, funcionarios, pequeños comerciantes o gente de a pie que se desvive por auxiliar a la persona mayor que vive sola, la madre que tiene a sus hijos en casa, la persona con minusvalía que precisa que le hagan una gestión. Carentes de corazón, solo pueden usar su rabia y vomitar la bilis que llevan dentro, emponzoñando el océano de bondad que ha brotado rugiente de una sociedad que sabe cómo pocas dar de sí lo mejor que tiene.
Decía Chamfort que el gozo de vivir radicaba en no causar daño a nada ni a nadie, ya que ahí se resumía toda moral. Los dirigentes separatistas, algunos incluso afectados por el virus, dan preferencia, sin embargo, a la inquina incluso ante las puertas de la hecatombe. Son inmorales por naturaleza, por convicción, por inercia, por inhumanidad. Los separatistas deberían reflexionar estos días de forzosa reclusión y analizar detenidamente en quienes han depositado su confianza. Ojalá entiendan que a estos inmorales no les importa Cataluña o su independencia, porque solo les importa su propia maldad. Aunque para conseguir sus propósitos tengan que caminar entre montones de cadáveres.