El Correo-LORENZO SILVA

Al levantarse contra el Estado siguiendo la pauta del poder la revuelta adquiere tintes de impunidad

Por alguna razón, los tiempos que nos ha tocado vivir son pródigos en contrasentidos: fenómenos y conceptos absurdos, incluso aberrantes, que casi siempre resultan nocivos en mayor o menor medida. Algunos de ellos, además, ya lo hemos podido comprobar en estos días, se revelan altamente peligrosos.

Uno de tales contrasentidos es esa novedosa y pintoresca modalidad de insurgencia que se alinea con los postulados, las estrategias y los objetivos definidos y fijados por los negociados del Gobierno competente. Esta nueva clase de insurgentes, de corte gubernamental, se distingue por sus fieros aspavientos de rebeldía, por fuerza sobreactuados, en tanto que los acometen siguiendo con disciplinada exactitud lo que viene a dictarles y prescribirles la autoridad –en vez de contrariarla, como sería lo natural según su supuesta condición–. Al levantarse contra el poder del Estado siguiendo la inspiración y la pauta de quien administra dicho poder, la revuelta adquiere tintes de gratuidad e impunidad que allanan el camino a cualquier exceso.

Tradicionalmente, el insurgente debía esperar alguna clase de reproche por parte del poder. Ahora bien, cuando lo que hace es satisfacer sus expectativas, no le aguarda por ello reprobación alguna, sino un reconocimiento oficial que suma de la manera más conveniente a la gloria romántica de las barricadas. Lo que viene a ser una tomadura de pelo, y explica que los insurgentes progubernamentales tiendan a conducirse con la arrogancia y la desfachatez con que lo hacen, para mayor atropello y completa desolación de quienes no se suman a su estrepitoso teatro.

Esa trivialidad de la insurrección, esa reducción del acto de rebeldía a conducta consuetudinaria, desprovista de riesgo real, tolerada y sancionada con el beneplácito entusiasta y constante de los poderes efectivos, ha arrojado el proceso independentista catalán a una espiral de banalidad y exageraciones. Una espiral que, al margen de constituir una amenaza para la convivencia, que desde luego lo es y bien palpable, encierra, por añadidura, el peligro de acabar desterrando cualquier atisbo de cordura y de sentido común del tablero donde se juega esta partida, crucial para Cataluña y algo más que importante para España.

Una sociedad adulta no puede comprar la engañifa grosera de un pasajero de vehículo oficial que se permite arengar a los alegres muchachos de la insurgencia para que desafíen el orden con la seguridad de que la respuesta no será muy contundente. O uno administra o se echa al monte: acumular los dos papeles, y en tanto nadie haga por impedirlo, conduce a un esperpento donde al poder, al final, se le exime de la carga de enfrentar una verdadera contestación y del deber de administrar nada.