IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Las elecciones las ganará el partido que mejor sepa identificar la demanda o disponga de un liderazgo capaz de crearla

Solía ufanarse Zapatero de que el PSOE es el partido que más se parece a España. Lo decía como autoelogio aunque aquel partido -y el de ahora para qué contarles– no proyectaba una idea de país particularmente luminosa ni estructurada. Es cierto, sin embargo, que al menos hasta la dolorosa epifanía de la crisis de 2010, la frivolidad zapaterista contó con apoyatura amplia, desde luego mayor que la que suscita el sanchismo pese a su abrumador despliegue de propaganda. Ahora no se detecta en la opinión pública una simpatía clara por un presidente tan poco leal a su propia palabra, y sobre todo por sus alianzas con fuerzas rupturistas que no sólo no creen en la nación sino que proclaman su decidida voluntad de desintegrarla. En todo caso, la clave del año electoral no estará tanto en la identificación sociológica con unas siglas como en la percepción popular de una necesidad de cambio, de alternancia. Y ganará el que mejor sepa interpretar a España. Más que demostrar afinidad hay que inspirar confianza.

En ese sentido, el eje conceptual de cada candidatura se perfila como un factor decisivo. El marco mental de la campaña, la propuesta capaz de determinar el debate político. La existencia de dos bloques ideológicos muy asentados va a permitir al Gobierno acentuar su estrategia de polarización y frentismo para intentar que el voto basculante o indeciso, el que puede inclinar el resultado, se reduzca al mínimo. Sánchez necesita cerrar toda vía de trasvase, abordar la campaña en términos de plebiscito, anular a esa declinante ‘tercera España’ que desdeña los argumentos emotivos y mantiene un atisbo de pensamiento crítico. Y Feijóo aún debe encontrar el núcleo de su oferta, afinar su programa más allá del rechazo genérico a la deriva anómala del actual Ejecutivo. Tiene pendiente la definición de un compromiso explícito.

Focalizarlo en la economía, como apunta el líder del PP, entraña varios riesgos. El primero consiste en que el adversario maneja unas arcas del Estado llenas gracias al incremento de impuestos y va a envolver el final de la legislatura en una monumental derrama clientelar de dinero (ajeno). El segundo radica en que un diagnóstico pesimista, por acertado que acabe resultando a plazo medio, puede chocar con el probable freno o estancamiento inmediato del alza de precios. Y el tercero, quizá el principal, es que el énfasis economicista opaque el proyecto de regeneración institucional y política que echan de menos muchos electores de derecha y de centro. En todo mercado, y unas elecciones lo son, la sintonía con la demanda –incluso la intuición para crearla– es parte esencial del éxito. La victoria no va a caer del cielo, y menos frente a un aparato de poder experto en ventajismo y dueño de la facultad de marcar los tiempos. En este momento existe un clima social de vuelco pero aún falta ofrecerle el cauce correcto.