Introducción de Nicolás Redondo a las ponencias del III Encuentro cívico

 

Como presidente de la Fundación para la Libertad, reivindico que los problemas del terrorismo y de las reformas estatutarias lleven al PP y al PSOE, al que gobierna y al que puede gobernar, a ponerse de acuerdo. Si no lo hacen, pronto clamaremos por soluciones que han adoptado otros países europeos con menos problemas que nosotros.

A mi juicio, es fundamental debatir y compartir ideas que van dirigidas, desde la “Fundación para la libertad”, hacia el fortalecimiento de la sociedad civil española. Creo que hay que hacer un gran esfuerzo, un extraordinario esfuerzo por parte de los que podemos hacerlo. No sólo de los partidos políticos que tienen un papel claro y definido, sino de todos los que, de un modo u otro, tenemos capacidad de influir en el fortalecimiento de una sociedad civil que no pueda ser manipulada.

Reflexionando sobre todo ello, recordé que en este país, nuestro país, se dice que los partidos de la oposición no ganan las elecciones, que las pierde el gobierno. Pues bien, de lo que se trataría es, justamente, de lo contrario: que ganara el que está en la oposición y no que perdiera el que está en el gobierno. Si eso sucediera, como sucede en buena parte de los países de nuestro entorno, muy especialmente en países anglosajones, nos encontraríamos en una sociedad más vertebrada, más fuerte y más dinámica. Una sociedad a la que no se le podría manipular. Ese es, precisamente, el objetivo de la “Fundación para la libertad”. Que la gente apoye a aquél que cree que lo puede hacer mejor. No que deje de apoyar a aquél que lo hace muy mal. Para ello, la sociedad tiene que estar fortalecida y vertebrada. Por eso, es imprescindible fortalecer la centralidad política del país.

Creo que el concepto de la centralidad es muy importante. En él se introduce la razón y se alejan los sentimientos. Precisamente, no hace mucho, la “Fundación para la libertad” organizó un debate sobre el estatuto de autonomía de Cataluña en el que intervinieron personas de una solvencia intelectual fuera de toda duda: Arkadi Espada, Fernando Sabater, Franco Valdés… Lo que llamó mi atención, no fue lo que dijeron, sino que también en el discurso de ellos no predominaban las razones, sino el sentimiento. Era como si nos encontrásemos ante la borrachera de sentimentalismo de los últimos años y meses. Justo lo contrario de lo que ocurrió durante la Transición española, en la que se dejó de lado todo el sentimiento y se aplicó la razón. Fue ésta, precisamente, la que propuso renuncias importantes a todos los que participaron en ella.

El éxito de la Transición radicó en que todos fueron capaces de renunciar –bueno, todos no-, de interpretar, de interesarse y de prestar energía a las ideas del otro. Es decir, se preguntaron qué motivos tenía el otro. Así, en el momento en el que el de la derecha se preguntó por los motivos del de la izquierda, y el de la izquierda se preguntó por los motivos de la derecha, pasaron de ser enemigos separados por el odio y se transformaron en adversarios que se tenían que ganar el uno al otro.

Y como, por desgracia, en nuestra historia ha predominado la figura del enemigo a batir, en la Transición se hizo el esfuerzo de la razón, alejando de la vida política el sentimiento. ¿Por qué? Porque vimos que era imprescindible en nuestro país crear una serie consensos nacionales. Denominadores comunes que, mientras en otros países se han logrado por la decantación lenta de su propia historia, en nuestro caso se hizo imprescindible un gran esfuerzo de voluntad y razón para superar, precisamente, nuestra propia historia.

Hace poco tiempo hubo un atentado terrible en Gran Bretaña. Precisamente, lo que hicieron los ingleses fue mirar hacia atrás porque les unía su propia historia. La más reciente, es decir, la de la Segunda Guerra Mundial. Nosotros no tenemos esa suerte. Nuestra historia reciente ha sido una historia de conflicto, de guerra civil. Por eso es importante recuperar lo que nos une, porque son precisamente los denominadores comunes los que facilitan la convivencia democrática.

A mi juicio, lo que nos une a nosotros es el producto de la Transición, por un lado, y las víctimas del terrorismo, por el otro. Esto último nos une clarísimamente a la inmensa mayoría. Es decir, a los que se situarían en la centralidad política española y, en general, a la ciudadanía española. Por eso hay que ser muy cuidadoso con esos dos aspectos vitales para nuestra convivencia democrática.

Haré una reflexión sobre ambos aspectos. El de las víctimas y el del producto o los productos de la transición del 77. A mi entender el papel de las víctimas trasciende a la vida diaria de la política española. Se hace mal en debatir mucho sobre, con y desde el mundo de las víctimas. Pienso que para darles un sentido de denominador común, de pacto nacional y de consenso, cuanto menos se toque a las víctimas, mejor. Hay que hacerlo sólo en los momentos cruciales. Es, por poner un ejemplo, como la monarquía. Cuanto más nombras y utilizas a la monarquía, más deslegitimada está. Frente a lo que piensan muchos políticos, la falta de utilización es la que fortalece a instituciones tan importantes como la jefatura del Estado o a las víctimas del terrorismo.

La utilización sólo en momentos críticos, importantes, definitivos o históricos, es lo que permite el fortalecimiento de una institución concreta y del colectivo de víctimas, en particular. En ese caso pueden hacer ese papel de impulsores de consensos. Lo que en otros países de nuestro entorno ha hecho la propia historia.

Quiero dejar claro, en mi nombre y en el de la “Fundación para la Libertad” que las víctimas no juegan sólo un papel importante en la vida diaria. Tienen que trascender de la política partidaria y cotidiana. Tienen que ser algo más. Han de ser vida maestra de la sociedad civil y de esa centralidad de una ciudadanía plena, española y democrática que puede recurrir justamente a ese punto de acuerdo.

Otro de los elementos que nos ha unido ha sido el producto de la Transición: la Constitución. Hoy en día se habla mucho de los padres de la Constitución y quien puede se convierte en padre de la Constitución. Pero realmente los padres de la Constitución, los que la impulsaron políticamente, además del Rey, el Presidente del Gobierno -Adolfo Suárez-, Felipe González y Carrillo, fueron dos personas y no todos los juristas que estuvieron en el día a día. Aquellas dos personas, que no se conocían, y de ideologías totalmente distintas -uno venía del sur y el otro del levante, uno venía de una familia acomodada del régimen y otro de la oposición, uno había pasado por la cárcel y el otro no-, fueron capaces de crear complicidades, de crear solidaridad entre ellos. Uno, Abril Martorell, vicepresidente en el Gobierno de Suárez, ha muerto. El otro que sigue por ahí, es Alfonso Guerra. Dos personas que no se conocían, dos personas suspicaces, dos personas que pensaban, dos personas muy llenas de recelos porque venían de un origen determinado y sin embargo, por las noches de Madrid lograron impulsar esa Constitución. Se fiaron el uno en el otro. En el fondo, todos lo hicieron. Porque la Transición es la historia de una renuncia. Renunciaron los de izquierdas y los de derechas. Los primeros a sus programas de máximos. A esa especie de religiosidad en los objetivos últimos que tenía el Partido Comunista y que también tenía el Partido Socialista. Sólo hubo una parte que no renunció a éstos objetivos últimos y definitivos: los nacionalistas.

Los nacionalistas siguieron creyendo que los intereses, los objetivos de sus sociedades respectivas, eran los intereses, los objetivos de sus propios partidos. No son capaces de distinguir las diferencias entre partido político y la sociedad. No saben que el partido que pluraliza sólo puede representar una parte de los intereses de la sociedad y no a la totalidad. Eso que lo entendieron los demás no lo entendieron y, por desgracia, siguen sin entenderlo. Y no sólo los nacionalistas vascos, también una gran parte de los nacionalistas catalanes, no supieron entender esa diferencia entre los intereses propios y los intereses generales.

Ese ha sido uno de los dramas, de las frustraciones que hemos acarreado durante estos últimos años. De ahí que yo no comparta la idea de integración de los nacionalistas.

Creo que para cualquier reforma de carácter constitucional –incluidos los estatutos de autonomía-, es necesario un acuerdo previo entre el partido que gobierna y el partido que puede gobernar. No se pueden encarar reformas de nuestra estructura constitucional sin ese acuerdo que supondría entender las razones del otro para defender posiciones contrarias. Así se recuperaría el espíritu de la transición.

Me preocupa hoy en día que algunos de los frutos de la Constitución sean irreconocibles con el tiempo. Pero me preocupa mucho más que dinamitemos el espíritu de la Transición. Precisamente ese que hizo posible los productos institucionales y el hecho de que estemos viviendo como estamos viviendo. Lo que predominó en aquella Transición fue justamente la voluntad, la vocación, el interés, el deseo de entender las razones del adversario.

Por eso me preocupa más que lo que se pueda hacer con las reformas constitucionales, el hecho de que se dinamite ese espíritu de reconocimiento del otro. Porque de ser cierto, estaríamos volviendo a la historia pasada, a la de los bandos. En definitiva, a la historia del conflicto y del cainismo español. Por eso hay que consolidar un espacio central que dé a la sociedad civil más fuerza. Un espacio en el que los ciudadanos se sientan iguales y libres ante la ley.

También hay que avisar, sin dramatismo pero con contundencia, de los peligros que puede correr nuestro país por la situación política que vive y que, a mi juicio, tiene, hoy en día, dos características: confusión y división.

Yo no estoy de acuerdo con aquellos que dicen -después de la carta de la banda terrorista ETA-, que ETA tutela lo que está pasando en España. ¡No! Lo que hace ETA es aprovecharse de lo que está pasando. Cosa que es muy distinta aunque también es mala. No hay que exagerar, no hay que sobreactuar. Las cosas son como son. No es posible pensar que la banda terrorista tutela o que impulsa todo lo que está sucediendo. Sí es posible pensar, sin embargo, que se aprovecha de la confusión y, sobre todo, de la división entre el Partido Socialista y el Partido Popular.

Por eso, estoy radicalmente de acuerdo con la vicepresidenta del Gobierno, cuando dijo que no se debe utilizar lo que haga ETA en beneficio propio o en descrédito del adversario. Y es que, para eso se creó el Pacto por las Libertades, ese espacio de acuerdo, de complicidad y de consenso cuyo objetivo no era otro que el de combatir a ETA, que hacía imposible el juego partidario entre el PP y el PSOE.

Sin embargo, cuando se destruyó el pacto ETA manifestó alegría. Al mismo tiempo se apoderó de la política antiterrorista la división. Así, ETA juega con toda la libertad y se aprovecha de la división de los dos grandes partidos. Por eso, en vez de lamentar el conflicto lo que deben pensar los dirigentes políticos de este país, es si es posible ponerse de acuerdo para reaccionar no ante un comunicado pasado de ETA, sino ante el que pueda venir mañana.

No me extraña, por ello, que la ciudadanía de España esté preocupada por la respuesta de división que hemos dado ante una propuesta de ETA. Así que muchos se preguntaran que si ante esta propuesta se ha reaccionado de este modo, ¿qué ocurriría si se hace otra declaración distinta dando satisfacción a aquellos que pretenden que ETA haga una tregua? ¿Es posible pedirle al PSOE, al gobierno y al PP, que se pongan de acuerdo y busquen la forma de reaccionar ante esa posible nueva declaración? ¿Es posible reclamarles eso? La reacción del gobierno y de la oposición han de ser comunes porque, de lo contrario, ETA se aprovechará.

Creo que, para cualquier clase de reforma se tienen que poner de acuerdo el PP y el PSOE. Ese acuerdo, que en absoluto ha de ser obstáculo para ampliarlo a otros partidos, debe ser para mejorar los instrumentos que permitan una mejor convivencia en España y no para dar satisfacción a los que nunca la tendrán plena: los nacionalistas. No estoy en contra del fortalecimiento de los hechos autonómicos. Bien al contrario. Quiero y requiero que sea posible también el fortalecimiento de la gestión de la administración pública, y que se admita que puede haber competencias –en algunos casos mal gestionadas desde la autonomía correspondiente-, que se mantengan bajo la administración central por cuestión de eficacia. No es verdad el tópico que dice que lo más progresista es el incremento de la autonomía. Depende para qué y depende qué objetivo se tenga y qué competencia se quiera. Lo mejor no lleva siempre en la dirección del fortalecimiento de la autonomía. Precisamente eso es lo que me ha llevado a mí, de una forma moderada y sin hacer ningún discurso radical desde la izquierda, a colocarme en posición contraria al estatuto de autonomía en Cataluña.

Desde esa posición, como soy de izquierdas, defiendo la libertad individual y, a mi juicio, el Estatuto de Cataluña disminuye la libertad individual de los ciudadanos catalanes. También defiendo la solidaridad y, es evidente, que el Estatuto de Cataluña establece una solidaridad extraña, condicionada a que le vaya bien a unos pocos. Defiendo la igualdad y el Estatuto se establece en una posición de privilegio en relación con el resto de la ciudadanía española. Y porque defiendo la libertad, la solidaridad y la igualdad, no me queda más remedio que estar en contra de la propuesta del Estatuto. Acepto el derecho que tienen a hacer la propuesta desde el Parlamento catalán. Acepto lo que se quiere aceptar, pero digo también, con la misma claridad, que sin estar en contra de la ciudadanía de Cataluña, estoy radicalmente en contra de un instrumento que disminuye la libertad, que no favorece la igualdad y que hace de la solidaridad algo cautivo a los intereses del que la practica.

Aparte de mi posición contraria, lo que reivindico, pido y clamo como presidente de la “Fundación para la Libertad” es que ese problema lleve al PP y al PSOE, al que gobierna y al que puede gobernar, a ponerse de acuerdo. Y si no se ponen de acuerdo sobre esos problemas, muy pronto clamaremos por soluciones que otros países europeos con menos problemas que los nuestros, han llevado adelante.

Nicolás Redondo, 26/11/2005