En el momento de escribir estas líneas ni sé ni me importa lo que hayan podido acordar Torra y Sánchez en la mesa de diálogo. Me parece todo tan inútil como perjudicial, en frase de Gorki

Es el paradigma de nuestra época. La inutilidad, hija de lo mediocre y sobrina de la estupidez, preside nuestras vidas de manera absolutamente procaz y persistente. La reunión, una más, entre social comunistas y separatistas es un buen ejemplo de lo inútil que es reunir a gentes inútiles, con vocación de inútiles, con propuestas inútiles, argumentaciones inútiles y, volviendo a Gorki, sumamente perjudiciales. La misma premisa es tan inútil como perversa: diálogo. Pero diálogo, ¿acerca de qué? Porque no es dialogar lo que buscan Torra y los suyos, sino vencer, y ambas cosas no parecen compatibles. Voy más lejos y digo que no es tan solo alcanzar la victoria regalada por un PSOE que se prostituye en una esquina a cambio de una dosis de poder que, seamos sinceros, durará lo que dure y más pronto que tarde precisará de otra. Lo que pretende JxCat, Esquerra, el PNV, y ya ni les digo Otegi y los proetarras, es vencer con humillación, con risa sardónica, con aires de matón de discoteca que amedrenta.

Eso no es dialogar. No es normal que, si te roban, la policía te recomiende sentarte a dialogar con el ladrón a ver en que podéis estar de acuerdo. La ley está para cumplirse y, si eso ya no es así, harían un gran favor sincerándose para que cada uno actuase según su leal saber y entender. No se puede dialogar más que dentro de lo que se considera en Occidente la organización social y política denominada democracia parlamentaria. Si el hombre es una pasión inútil, Sartre dixit, más inútil es hacerle razonar cuando ha cedido a la irracionalidad. No es una mesa de diálogo, es una escenificación inútil, insistimos, por su bajísimo nivel político e intelectual. Moral, incluso. Es, concluyendo el razonamiento, una mesa superflua, como tantas y tantas otras cosas son actualmente, incluidos esos discursos que solo pretenden atizar el odio entre quien sea: mujeres contra hombres, jóvenes contra mayores, izquierdas contra derechas. Odiar es muy sencillo, aunque también sea peligrosamente inútil, puesto que nada se ha construido a lo largo de los siglos basado en el odio, que desune, que agosta esfuerzos y crea barreras, que divide y nunca suma.

Son muchos años viviendo de la ubre pública, del partido, del enchufe, de papá o de mamá como para querer despertar en sus embrutecidos cerebros ese sabio instinto que nos conduce a encontrar soluciones

Todo se nos antoja inútil por su falta de utilidad, aunque parezca una perogrullada. Como también es inútil la equidistancia de los bienintencionados que, queriendo empatizar con todos, acaban por situarse siempre del lado malo del muro. No, de nada sirve hacer un llamamiento a la razón, a lo provechoso, a lo lógico, a lo útil, en definitiva, porque ninguno de los actores políticos que protagonizan esta malhadada época tiene sentido práctico. Son muchos años viviendo de la ubre pública, del partido, del enchufe, de papá o de mamá como para querer despertar en sus embrutecidos cerebros ese sabio instinto que nos conduce a encontrar soluciones y no a buscar problemas.

¿Qué nos queda? Nuestra propia inutilidad, claro. Porque, si no hemos sido capaces de prever a este leviatán para conjurarlo a tiempo, es debido que también participamos de esa condición. No debemos rasgarnos las vestiduras. Al final, toda vida humana deviene en inútil más o menos y pocas son las que dejan constancia de haber hecho algo positivo para el conjunto de personas. Deberíamos pensar más en esa propia condición que todos atesoramos, la de no ser demasiada cosa. Quizás así algunos, los de la mesa, por ejemplo, no se empeñarían en querer aparentar tanto. Y, a lo mejor, siendo conscientes de esa insignificancia, abandonarían su retórica vacía y la vida política, dejando paso a otros inútiles que, aun siéndolo, tuviesen una menor voluntad y empatía para con sus conciudadanos.

Lo malo no es no servir para nada, lo malo es estorbar a quienes sí saben. Aunque se puedan contar con los dedos de una oreja.