Isabel San Sebastián-ABC

Mientras el centro derecha no construya una alternativa viable, no habrá vacuna democrática capaz de frenar la epidemia

Un patógeno mucho más letal para España que el coronavirus penetró ayer bajo palio en el Palacio de la Moncloa, abierto de par en par para él por quien juró defenderlo de los ataques enemigos. Entró por la puerta grande, precedido de la pompa reservada a los más ilustres visitantes foráneos, con un despliegue de cámaras como jamás se había visto y la insignia autonómica catalana colocada al mismo nivel que la bandera de España en señal de sumisión. No en vano se trataba de una «reunión bilateral entre la delegación española y la delegación catalana», tal como reiteró el invitado en su posterior comparecencia ante los periodistas. Irradiaba satisfacción el inhabilitado okupa de la Generalitat desde que se había

bajado del coche e iniciado su paseíllo triunfal al encuentro de un Pedro Sánchez entregado de antemano, quien salió a recibirlo como si de un gran mandatario extranjero se tratara, después de haber ordenado a los primeros espadas de su gobierno que colmaran de obsequiosidad al equipo independentista llegado unos minutos antes. La imagen revolvía las tripas.

Nunca un dirigente español se había humillado tanto públicamente, y menos ante un tipo de tan baja catadura moral e intelectual como Torra, alumno aventajado de Sabino Arana en lo que atañe al racismo, supremacista declarado, analfabeto lingüístico y delincuente condenado, que no pierde oportunidad de ofender a cuantos españoles amamos a nuestra Nación y respetamos nuestro Estado de Derecho. Ayer mismo lucía en la solapa ese lazo infame que constituye un insulto a la Justicia, sin que su anfitrión manifestara incomodidad alguna por tener que soportar esa afrenta. ¿Cómo iba a protestar si en el comunicado conjunto suscrito por ambos tras el cónclave se plegó a utilizar la expresión «seguridad jurídica» con tal de no mencionar las palabras Ley o Constitución? Se habría hincado de hinojos para besar los pies a su huésped si eso hubiera garantizado el «sí» de éste a los presupuestos.

Otros jefes del Ejecutivo incurrieron antes que él en el error de creer que amansarían a la fiera hablando con ella, cediendo, apaciguando, comprando, pagando en euros y soberanía, consintiendo y amparando la corrupción del «tres per cent», abandonando a su suerte a los catalanes hispanohablantes, así como a los constitucionalistas, o mirando hacia otro lado ante la apertura de embajadas y otros derroches causantes de un gasto desbocado, para después encubrir la quiebra mediante un fondo de liquidez que sufragamos a escote. De hecho, todos los predecesores de Sánchez cayeron antes o después en esa trampa, empujados por la soberbia. Pero al menos disimulaban. Ocultaban sus tejemanejes más sucios por sentido del pudor. Éste no se atreve ni a eso. Sus socios separatistas lo tienen tan cogido por los pantalones que le obligan a mostrar al mundo sus vergüenzas. Le orinan en la boca y él pondera la calidad del licor. Después, sus corifeos mediáticos alaban la «valentía» inherente a un «diálogo» destinado a resolver un «conflicto político», cuando la realidad es que está legitimando una intentona golpista y demostrando su inanidad, cobardía, impotencia y desesperación. Porque dudo que el líder socialista espere algo positivo de ese paripé orquestado a mayor gloria de los sediciosos. De ahí no saldrá nada más que oprobio o, a lo peor, rendición. El virus llamado Torra (Otegi, Puigdemont, Junqueras, Rufián, Urkullu, Iglesias) conduce a la destrucción de España, previa liquidación del régimen nacido de la Transición. Y, mientras el centro-derecha no construya una alternativa viable, no habrá vacuna democrática capaz de frenar la epidemia.