José Antonio Zarzalejos-EL CONFIDENCIAL
No es separable el programa de sus gestores, y hurtar a la Cámara qué forma de Ejecutivo será el que tratará de cumplir los compromisos de la investidura es restarle un conocimiento esencial
Este lunes no comenzó en el Congreso de los Diputados un debate de investidura. Lo que se inició en la Cámara baja fue un debate sobre la posibilidad de que Pedro Sánchez y el PSOE formasen con Unidas Podemos un Gobierno de coalición. Fue así evidente que quedaron subvertidos la letra y el espíritu del artículo 99.2 de la Constitución Española según el cual “el candidato… propondrá… el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara”. Pues bien: Pedro Sánchez expuso un programa, sí, pero sin que, ni los diputados, ni su propio grupo parlamentario, ni, por supuesto los ciudadanos, supiéramos qué Consejo de Ministros –si monocolor o integrado por dos partidos- lo gestionaría en caso de prosperar la candidatura.
Descontadas por previsibles las intervenciones de Pablo Casado (PP) y de Rivera (Ciudadanos) –ambas negativas a permitir con la abstención la investidura de Sánchez– la discusión parlamentaria no se refirió al conjunto de medidas que el aspirante expuso durante dos horas en la sesión matutina. Todo el debate se centró en un tira y afloja entre el secretario general del PSOE –renuente a una coalición con UP- y Pablo Iglesias –favorable a ella pero con criterios de proporcionalidad y poder material en el Gobierno-, mediando la muy desafortunada intervención del morado catalán Jaume Asens que le proporcionó un balón oxígeno al presidente en funciones al manifestar su afinidad con el independentismo catalán.
Si las derechas –en la versión no del todo desacertada de Sánchez- “utilizan” la situación catalana con fines electoralistas, él lo hizo para cavar una ancha trinchera entre el PSOE y Unidas Podemos, hasta el punto de que el presiente en funciones, con unos razonamientos lógicos pero también instrumentales, empleó la “política de Estado” que requiere Cataluña para irse distanciando progresivamente –cada vez más a medida que transcurrían los respectivos toma y daca- de un Ejecutivo en coalición con la formación morada. El líder socialista, además, recordó, que UP frustró el acuerdo del Pacto de Toledo sobre las pensiones, entre otras desavenencias, más sugeridas que expresas, entre ellas el valor aritmético de que los 42 escaños de Iglesias no suman mayoría absoluta con los 123 del PSOE.
Siendo importante este debate, lo es mucho más la perversión constitucional de transformar su naturaleza. Cuando un candidato a la presidencia del Gobierno comparece para su investidura –aquí y en cualquier país democrático- lo hace con todas las cartas boca arriba y se sabe de antemano, tras una amplia negociación, que su investidura se plantea para gestionar un programa con un gobierno de coalición. El dato es sustancial, no adjetivo. No es separable el programa de sus gestores y hurtar a la Cámara y a la opinión pública qué forma de Ejecutivo será el que trataría de cumplir los compromisos de la investidura, es restarle un conocimiento de naturaleza esencial. Y roza el esperpento que en un plenario parlamentario de estas características se debata, micrófonos abiertos, los términos de un entendimiento de coalición.
Es muy difícil atribuir responsabilidades por esta malversación constitucional. El responsable podría ser Sánchez o Iglesias. Seguramente, ambos. Lo reseñable es que la política española comienza a tocar el hueso del sistema. Se acumulan las malas prácticas de los dirigentes en el manejo de las reglas del juego y se ha llegado al descaro de mutar el sentido que el constituyente atribuyó al debate de investidura en el artículo 99 de la Carta Magna. Por lo demás, los argumentos de la discusión sobre la coalición, la cooperación o la colaboración –sea finalmente lo que sea- no se refirieron a los programas y las políticas sino a las cuotas de poder en el Consejo de Ministros.
Si la coalición prospera, tras el espectáculo que ofrecieron unos y otros, nacerá tarada; y si no lo hace, la posibilidad de regresar a las urnas es alta. La cuestión es que transcurridos casi tres meses desde la celebración de las elecciones generales, se llegó a un debate de investidura para ventear los desacuerdos sobre un gobierno de coalición. Se consumó, en consecuencia, un fraude a la Constitución, se banalizó el ritual parlamentario y se voló dialécticamente raso. Resultó, todo en su conjunto, verdaderamente lamentable.