Cristian Campos-El Español
Si de Irene Montero dependiera, Jorge Javier Vázquez sería ya presidente del Tribunal Supremo. Cuando la ministra tuiteó ayer «el testimonio de Rocío Carrasco es el de una víctima de violencia de género» tras la entrevista a la hija de Rocío Jurado en Tele 5, no fue Montesquieu el que tembló, sino El libro gordo de Petete.
Es fácil imaginar la escena de este domingo por la noche en el chalet de Galapagar.
Y el lunes a las 12:00, recién levantados, los dos a sus respectivos ministerios con la cabeza llena de nuevos conceptos. Para que la rueda del conocimiento no deje de girar y ambos puedan transmitir a los españoles lo asimilado durante la noche del domingo. En lenguaje llano, eso sí, para que lo entienda ese «pueblo» que frunce el entrecejo con los retruécanos, las metonimias y las prosopopeyas de Jorge Javier Vázquez.
«Los jueces dejan libres a los maltratadores porque son hombres y fruto del patriarcado y no han sido educados en violencia de género».
Eso dijo, palabra arriba, palabra abajo, Ana Pardo de Vera. Una «periodista» que no sabe distinguir la Constitución de una ley peruana, pero que te detecta un caso de violencia de género por la salinidad de las lágrimas de la entrevistada de turno en Tele 5.
[El caso, por cierto, fue archivado por la Audiencia Provincial de Madrid y el recurso de casación presentado por Rocío Carrasco, denegado por el Tribunal Supremo en 2019].
Se dijeron más cosas en ese programa, muchas de ellas mentira, como la de que los casos de violencia psicólogica son «imposibles de detectar». Más de un psicólogo forense se debió de llevar las manos a la cabeza. Pero ¿para qué insistir?
Digamos que ese programa sirvió más a los intereses de Irene Montero que a los de Rocío Carrasco. Y con eso está todo dicho.
De la entrevista con Rocío Carrasco ya hablarán los de Jaleos, que tampoco es mi negociado. Pero permítanme que ponga en duda la moralidad de entrevistas como la de ayer, realizada a una persona en pleno ataque de ansiedad y que a duras penas era capaz de hablar sin ahogarse.
Una persona que ha intentado suicidarse por los mismos motivos por los que estaba siendo interrogada en televisión y mientras el presentador del programa anunciaba el fabuloso sorteo de la fabulosa cantidad de 12.000 fabulosos euros.
Y eso, la misma semana en que la izquierda ha convertido la salud mental en un meme, que es la máxima profundidad a la que llegan sus políticas. Mucho te quiero perrito, pero pan poquito.
En cualquier caso, lo relevante a efectos civilizatorios es que una ministra del Gobierno de España acusó ayer a un ciudadano absuelto por la Justicia de un delito de maltrato.
Lo hizo con la complicidad de un puñado de opinadores (Íñigo Errejón, Adriana Lastra, Rubén Sánchez…) en cuya democracia ideal uno no querría vivir ni con un sueldo Nescafé vitalicio. Una democracia en la que la inocencia o la culpabilidad de los ciudadanos sería dictada a mamporrazo de tubo catódico.
A esa democracia fallida de catetismo en rama, horca en la plaza del pueblo y vocingleras turbas pastoreadas a golpe de tuit nos está llevando la izquierda de la mano de quienes les han puesto, no ya en un ministerio, que por ahí se pasan de uvas a peras, sino delante de una televisión a cargo de los Presupuestos Generales del Estado.
Contra esto no hay democracia ni educación ni alfabetización ni digitalización ni concienciación ni agenda 2030 ni pamema que valga. Es la oclocracia, el peor de los gobiernos posibles. El gobierno de la muchedumbre, de los cínicos y de los peores de todos nosotros. El último estado de la degeneración del poder.