La idea de un abandono por decisión unilateral ha sido planteada alguna vez en ETA. «Podemos abandonar la lucha armada antes o después, pero no negociarla; la podemos abandonar porque ya no da más de sí, o porque la vemos innecesaria; pero internamente y no en una mesa de negociación», escribió un ex liberado del comando Vizcaya.
«Después del desenlace del último proceso de paz llegué a la conclusión de que era más fácil para ETA o para la izquierda abertzale renunciar a la lucha armada a cambio de nada que a cambio de contrapartidas políticas», dice Eguiguren en el escrito del que tanto se habla estos días. La razón es que nunca el Gobierno podría darles lo que se considerarían obligados a pedir, ni ellos aceptar lo que les pueda ofrecer el Gobierno. Es un comentario que admite matizaciones pero que tiene sustancia.
Si ETA no existiera, habría que intentar por todos los medios que a nadie se le ocurriera inventarla, pero puesto que existe y ha causado grandes desgracias, los que han vivido en su entorno se resisten a aceptar que pueda desaparecer sin más, es decir, sin alguna contrapartida política que justifique tanto dolor. Incluido el suyo: tantos años de cárcel y exilio.
Ningún Gobierno responsable podría ceder a las demandas de ETA (Navarra, cambios constitucionales): muchos ciudadanos lo considerarían una imposición, lo que seguramente provocaría problemas más graves que los actuales. La matización sería que no es del todo cierto que ellos no puedan aceptar lo que la democracia pueda ofrecerles: una reinserción a medio plazo. Primero, porque no es poca cosa: entre condenados y pendientes de juicio, hay cerca de 750 presos en España y Francia, y varios cientos más de huidos o clandestinos; y existe una fuerte resistencia de la opinión pública a ceder en esta cuestión, especialmente por parte de las asociaciones de víctimas, cuya opinión debe pesar en esto. Y, segundo, porque es lo que de verdad interesa a los presos (y huidos) y a sus familias.
Pero una reinserción sin negociación previa que condicione el cese de la violencia. Porque también en este terreno los jefes de la banda se considerarían obligados a exigencias radicales (todo y ahora) que retrasarían las medidas; y porque las resistencias sociales serían mucho menores tras la evidencia de la retirada de ETA. Solo después se plantearía lo que ha dado en llamarse, a la irlandesa, «superación de las consecuencias del conflicto», con iniciativas en favor de la reconciliación.
La idea de un abandono de las armas por decisión unilateral ha sido planteada alguna vez en ETA. «Podemos abandonar la lucha armada antes o después, pero no negociarla; la podemos abandonar porque lleguemos al convencimiento de que ya no da más de sí, o porque la vemos innecesaria en una etapa dada de la lucha; pero internamente y no en una mesa de negociación», escribió en Egin (22-2-1994) el ex liberado del comando Vizcaya Alfonso Etxegaray.
Gerry Adams y Martin McGuinness tuvieron que montar un escenario que presentase el fin de la violencia como efecto de un acuerdo político favorable para los republicanos. En particular, la garantía de que si un día había en el Ulster una mayoría favorable a la reunificación (lo que podría ocurrir por razones demográficas: los católicos tienen más hijos), Londres no se opondría. Pero el mayor incentivo para dejar las armas fueron las medidas de reinserción puestas en marcha tras el alto el fuego definitivo del IRA.
Tiende a olvidarse que los propios activistas también pierden la fe en una solución próxima a medida que van haciéndose mayores. En el informe sobre terrorismo encargado por el Gobierno vasco a varios expertos internacionales en 1986 se dice que el IRA no retiene a sus activistas si deciden abandonar la violencia ya que «reconoce que es una actividad para hombres jóvenes y que al pasar los años tal vez quieran casarse y normalizar su vida». De esa época es también un estudio que situaba el momento de abandono de la actividad hacia los 35 años, edad a la que los activistas solían tener su primer hijo. Procrear, tal vez, para ser más que los protestantes como forma de continuar la guerra por otros medios.
La semana pasada, con motivo de la publicación del informe sobre el domingo sangriento de 1972 (14 manifestantes desarmados abatidos a tiros por el ejército británico), se ha planteado la duda de si sus conclusiones no deberían servir para procesar, 38 años después, a los soldados y aquellos de sus mandos que sigan con vida. Entre los motivos invocados por quienes consideran que sería un error hacerlo destaca este: que si se hiciera, sería difícil evitar peticiones de reabrir expedientes de terroristas republicanos puestos en libertad sin que llegaran a ser juzgados, en el marco de los acuerdos de Viernes Santo.
Algo similar a lo que, en aras de la reconciliación y de la convivencia, hubo de hacerse aquí tras la muerte de Franco y de nuevo con motivo de la autodisolución de ETA (p-m), en 1981. Los que entonces defendieron esas medidas son hoy, por lo general, poco partidarios del revisionismo sobre la Transición de quienes proponen, en nombre de la memoria antifranquista que no tienen, derogar la Ley de Amnistía.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 24/6/2010