Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo

El 1 de febrero de 1980 nueve etarras remataron uno a uno a seis jóvenes guardias civiles a los que habían tendido una emboscada camino de la playa de Laga. Fue una carnicería

Ubicada en Markina, la fábrica Esperanza y Cía. producía morteros. Para probarlos, un convoy escoltado por la Guardia Civil se desplazaba hasta la playa de Laga dos veces por semana. ETA conocía la rutina. Llevaba vigilando aquellos viajes desde septiembre de 1979. El ataque estaba previsto para el 24 de enero de 1980, pero ese día no hubo transporte. Se pospuso una semana.

El 1 de febrero, a las 7.30 horas de la mañana, una caravana partió de la factoría. Estaba formada por tres Land Rover. En medio, uno de Esperanza y Cía., en el que iban el armamento y un par de guardas jurados. Al principio y al final, sendos automóviles de la Guardia Civil, cada uno de ellos con tres agentes en su interior. Parafraseando a Federico García Lorca, aunque supiesen los caminos, nunca llegarían a Laga.

Los movimientos de los tres Land Rover habían sido advertidos por los ojeadores de ETA, que dieron aviso al comando: nueve terroristas pertrechados con todo tipo de armas y chalecos antibalas, que estaban escondidos a ambos lados del kilómetro 53 de la carretera BI-V-1249, que va de Ispaster a Ea. Los tres vehículos llegaron a ese punto sobre las 8.15 horas. Los etarras abrieron fuego cruzado contra los dos Land Rover de la Guardia Civil. Utilizaron fusiles de asalto, metralletas, una escopeta y granadas de mano. Una lluvia de fuego, más de un centenar de proyectiles, acribilló a los funcionarios, que no pudieron salir de los coches. Acto seguido, según dicta la sentencia, los miembros de ETA remataron a los seis agentes de uno en uno, mediante un disparo en la cabeza. Como constatan los informes forenses, se trató de una carnicería: los cuerpos quedaron totalmente destrozados por las detonaciones, la metralla y los impactos de bala.

Uno de los guardas jurados declaró que «sentimos unos fuertes tiros y al de un rato los tiros de metralletas, así como diez o doce explosiones de granadas. Nosotros cuando comenzaron los tiros paramos el Land Rover y nos agachamos dentro del mismo, desde donde escuchábamos los tiros, así como la primera explosión. Estando así agachados se abrió la puerta y un chico nos dijo que nos tirásemos al barranco, cosa que así hicimos mi compañero y yo. Estando en el barranco sentimos todavía tiros y explosiones». ¿Por qué no hicieron nada? En pocas palabras, porque «estábamos cagados de miedo».

Las víctimas eran Alfredo Díez Marcos (24 años), natural de Fermoselle (Zamora), casado y con un hijo de nueve meses; José Gómez Martiñán (24 años), nacido en Algeciras (Cádiz), casado; José Gómez Trillo (30 años), de Xirivella (Valencia), casado y con un hijo; Antonio Marín Gamero (27 años), natural de Oliva de la Frontera (Badajoz), casado y con dos hijos; José Martínez Pérez-Castillo (26 años), nacido en Oria (Almería), soltero; y Victorino Villamor González (41 años), de Quecedo de Valdivielso (Burgos), soltero. Además, dos de los terroristas quedaron malheridos tras estallarles una de las granadas que estaban lanzando contra los vehículos. Fallecieron poco después.

A decir de los autores de ‘Vidas rotas’, «el asesinato de los seis guardias civiles y las características del atentado provocaron una conmoción sin precedentes en la vida pública española». Los partidos democráticos lo interpretaron como un intento de desestabilización ante las primeras elecciones autonómicas vascas, previstas para marzo de aquel año. El mismo día de la emboscada, el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, creó la Delegación Especial de Seguridad para el País Vasco y Navarra, a cuyo frente colocó al general José Antonio Sáenz de Santamaría. Asimismo, se enviaron a Euskadi dotaciones tanto del GEO de la Policía Nacional como de la Unidad Antiterrorista Rural de la Guardia Civil. Era un gesto para reforzar la delicada moral de los miembros de las FCSE, que sufrían continuas bajas y soportaban unas condiciones de vida deplorables. En aquel momento, como reconoce en sus memorias Andrés Cassinello, por aquel entonces al mando del Servicio de Información de la Guardia Civil, «las unidades estaban mal, muy mal». En el cuartel de Lekeitio le enseñaron la habitación de uno de los guardias asesinados en Ispaster: «Una bombilla colgada del techo, una cama cubierta con una manta de Intendencia y la ropa, repartida en pequeños montones, pegada a la pared. Ni un armario, ni una silla, ni un rastro humano o sobre el cual construir el ocio, ni tan siquiera una fotografía familiar: allí había vivido un hombre abandonado a su suerte».

El funeral por los seis agentes se celebró en la comandancia de La Salve. En la calle esperaban varios centenares de personas, algunas con los ánimos caldeados. «Tras la misa los féretros fueron sacados en furgones, con coronas de flores, por una puerta opuesta a la que estaban los congregados y fueron conducidos cada uno a los respectivos lugares de nacimiento de los agentes muertos, donde serán inhumados», informó EL CORREO. El diario recogió las palabras que un abuelo le dijo a su nieto de nueve meses: «Ven, ven a ver a tu padre, que te lo han matado».

Aquel niño era el hijo del agente Alfredo Díaz. Ahora es un hombre de cuarenta años. No le conozco, pero me pregunto qué pensará de las prisas de algunos por pasar página o de los homenajes de la izquierda abertzale a asesinos como los que le arrebataron a su padre.