Izquierda y nacionalismo

EL VIEJO TOPO
Entrevista a Félix Ovejero

Profesor de Ética y Economía y de Metodología de las Ciencias Sociales de la Universidad de Barcelona, la obra de Félix Ovejero es vasta y rotunda.
Entre sus últimos libros destacan Razones para el socialismo (con Roberto Gargarella), La libertad inhóspita, Nuevas ideas republicanas (con Roberto Gargarella y José Luis Martí) y El compromiso del método.

—En un artículo publicado el El País hace unas semanas señalabas la incompatibilidad entre ser de izquierdas y ser nacionalista. Sin embargo, es un hecho evidente que hay personas que son de izquierdas y que también son nacionalistas.
—También hay gente que se dice de izquierdas y cree que está bien pegarle a su pareja. Que dos tesis sean incompatibles no quiere decir que no existan personas que sostengan las dos tesis incompatibles. Hay quiencree que el sol da vueltas en torno a la tierra, pero no por ello su creencia es correcta. Lo que trataba de decir es  muy sencillo. Se resume en dos ideas. La primera: la izquierda sólo puede defender ideas nacionalistas instrumentalmente, porque crea que el nacionalismo sirve a otros propósitos emancipadores más básicos. Y sucede que el nacionalismo, por definición, no puede ser instrumental, no busca razones ulteriores, porque entonces deja de ser nacionalismo. Para el nacionalismo los intereses de los míos, simplemente porque son los míos, tienen prioridad sobre cualquier otra consideración, vencen a cualquier principio de justicia. Y la segunda es que todas las razones instrumentales a las que se puede apelar, todos los valores que identifican a la izquierda (la igualdad, el control democrático, la libertad para elegir la propia vida), cuando se miran de cerca, tienen implicaciones antinacionalistas. En fin, la cosa es vieja: ¿qué tienen en común el tipo que vive en Pedralbes y el
que vive en Cornellá? El azar de que dos personas formen parte de la misma nación, no es una razón para que deban establecer vínculos morales o de interés especiales. Razón atendible quiero decir. Razones psicológicas hay muchas. Incluso con escasa identidad compartida. Al cabo, cuando en un grupo, separas a los individuos por el número del DNI, los pares descubren afinidades, identidades, entre sí, y diferencias con los impares. Y sienten que sus causas son las suyas.

—¿Por qué dices que cuando se miran de cerca valores como el control democrático o la igualdad se ve que contienen implicaciones antinacionalistas?
—Los estados democráticos se conforman como unidades de justicia y de decisión política. Los ciudadanos mantienen derechos y obligaciones que les comprometen mutuamente y participan en las decisiones políticas. Los derechos son universales, los mismos para todos, y se tienen en tanto que ciudadanos. No, como sucedía en el feudalismo, por pertenecer a cierto grupo o vivir en cierto territorio. Cuando hoy escuchamos a la izquierda recuperar ese léxico de “los pueblos de España”, como si fueran entidades naturales, sujetos de valoración moral, uno no puede por menos de pensar que se está volviendo al antiguo régimen, cuando los distintos territorios tenían privilegios, fueros en virtud de sus particulares acuerdos pactados con los reyes. Basta con pensar en el trasfondo de la singular polémica que se desarrolla en Cataluña acerca de las balanzas fiscales. La discusión, por supuesto, tiene detalles técnicos, que no es cosa de comentar ahora, aunque hay presentaciones razonablemente accesibles en Revista de libros y, algo más complicada en Papeles de economía, pero lo que me interesa destacar es la concepción general, el trasfondo. La propuesta de pagar por ingresos y recibir
por necesidades es defendible para los individuos. Es un principio general de justicia que tiene validez general, viva cada uno donde viva. Pero Cataluña como tal no paga o recibe servicios. Es natural que un barrio acomodado tenga un saldo negativo, pero no porque “se explote al barrio”, sino porque los que viven por allí son ricos. El barrio no paga impuestos ni es explotado. Cuando se acepta ese léxico interclasista se está escamoteando que los catalanes no son una familia y, como siempre ha sucedido con la retórica nacionalista, por debajo de los intereses de la patria se encubren los conflictos de clase, las desigualdades. Lo que a alguien de izquierda le ha de preocupar no es que el catalán promedio pague más. Porque el catalán promedio no existe, no paga impuestos. Hay uno que gana 999 y otro que gana 1, pero no hay un catalán promedio que gane 500. Si en un lugar se concentran muchos que ingresan 900, los pobres que vivan por allí no estarán por ello más explotados. Al que recibe uno lo que le debe preocupar es que el que gana 900 pague lo que tiene que pagar y que él reciba lo que le corresponda, y si es de izquierdas también le debiera preocupar que en Extremadura pase lo mismo.
La cosa es más grave respecto a la democracia. Cuando se sustituyen los ciudadanos libres e iguales por los pueblos y se añade la perpetua amenaza de que si no nos gustan las decisiones nos vamos, se pervierte el ideal democrático. La democracia presume que las decisiones adoptadas por todos nos comprometen a todos. Si los ricos pudieran decir “si no nos gusta lo que se decide, nos vamos con lo nuestro y formamos otra comunidad política”, habríamos sustituido la democracia y la deliberación por la amenaza y la negociación, ya no se impondrían las mejores razones y los criterios de justicia sino la fuerza. En democracia, si las condiciones de democracia se respetan, si todos pueden expresar sus puntos de vista, y sus derechos se garantizan, no cabe discutir la propia comunidad democrática.
La democracia requiere que nadie pueda amenazar con escapar a las decisiones democráticas si no le complacen.

—Presumo entonces que en tu opinión expresiones como “España es una nación de naciones” o la idea de plurinacionalidad debieran carecer de sentido desde democracia una perspectiva de izquierda…
—La única nación defendible normativamente, desde una sensibilidad emancipatoria, es la de los ciudadanos libres iguales, la que arranca de las revoluciones democráticas.
Es la que funciona como un ideal, la que nos sirve, por ejemplo, para criticar las democracias “realmente existentes” cuando pervierten la igualdad de poder entre los ciudadanos, por ejemplo a través de unas formas de propiedad que aseguran amplios poderes discrecionales sobre aspectos importantes de la vida colectiva.
Esa nación, francesa, republicana, permite realizar un ideal de justicia, aunque sea limitado territorialmente. Por supuesto que en ella conviven individuos con distintas biografías, con distintas características, algunas de las cuales pueden dar pie a algo parecido a pautas de comportamientos compartidos y relevantes desde el punto de vista de formas de vida comunes. Y no hay que pensar en que las másfundamentales sean las “nacionales”. Podemos pensar, por ejemplo, en mujeres, campesinos, jóvenes, grupos religiosos, hasta en quienes conviven en las mismas circunstancias climáticas y ecológicas, que, desde luego, condicionan los modos de vida y las culturas más que cualquier otra cosa. Pero lo que no tiene sentido es
volver a la idea de reunión de pueblos, como si fueran unidades homogéneas, impermeables a la historia, a la biografía de las personas. Y esa es la idea de los nacionalistas: un esencia, un momento histórico, que es el que se privilegia, y lo demás es contaminación, invasión, pero no lo genuino, no lo verdaderamente “propio”, identidad verdadera. No importa si después durante un siglo se producen mil acontecimientos. No importa si el 65 % de los catalanes actuales tenemos nuestras raíces fuera de Cataluña. Todo eso será simple injerto, corrupción de la pureza originaria. No hay mejor ejemplo de eso que la absurda idea de “lengua” propia. No importa que desde finales del siglo XV se imprimieran en Cataluña tantos o más libros en castellano que en catalán. No hay la lengua propia de “Cataluña”, hay la lengua de los catalanes, que, por cierto, tienen como lengua mayoritaria y como lengua común el castellano.

‘El único modo de preservar la identidad es saltándose a la torera los derechos democráticos.’

—¿Cómo definir entonces la nación?
—No conozco una definición satisfactoria de nación. Eso podría ser un problema de principio. Nos sucede con muchos términos. Nos pasa con “belleza” y también en teoría política, por ejemplo al referirnos a tradiciones de pensamiento. Sin embargo, el problema no es ese. E principio, no hay por qué pensar que “nación” cae del lado de “liberalismo” o “belleza” y no del de “clase social” o “átomo”, conceptos perfectamente especificables. El problema es de algo más que palabras, apunta a problemas políticos reales. Cuando miramos las definiciones vemos que la mayor parte de ellas al final derivan en identidades esencialistas, en purezas raciales o culturales, en una lista de características que definen al ciudadano “fetén”, o bien en tautologías más o menos veladas, como sucede con la idea de “nación es un conjunto de individuos que creen que son una nación”, en donde se introduce la palabra a definir en la misma definición. En realidad “nación” no es un término analítico, sino de uso político. Tienen razón los estudiosos sobre estos asuntos, la mayor parte de ellos de izquierda, que nos han recordado que el nacionalismo inventa la nación, que se inventa una tradición, por lo general un momento en la historia de la comunidad que se recrea, que se falsea, y al que se le otorga una singular capacidad para caracterizar lo que es la genuina identidad nacional, con independencia de la evolución de las sociedades. Desde ahí, desde una identidad metafísica, se pretende sostener la existencia de un pueblo que porque tiene identidad se constituye en una unidad de soberanía. Al final, el único asidero firme que queda es la nación como una comunidad cultural homogénea. Para alguien de izquierdas, las instituciones políticas no tienen que mantener otra identidad cultural que los principios cívicos que aseguren la capacidad de cada cual de elegir sus propias vidas, lo que incluye, si existe una comunidad significativa de hablantes, la posibilidad de educarte y de expresarte en la lengua que desees, pero no, obviamente, que tengas asegurados interlocutores. La paradoja de los nacionalismos hispánicos es que si quieren ser mínimamente democráticos, cívicos, sólo pueden persistir a costa de no realizar sus objetivos políticos soberanistas. Porque al día siguiente de la hipotética independencia del País Vasco o de Cataluña alguien se podría preguntar cuál debe ser la lengua oficial. El único modo de seguir con el proyecto de preservar la identidad sería imponérselo por la fuerza a los propios ciudadanos, lo cual además de paradójico (identidad, por definición, tengo siempre), es cualquier cosa menos liberal, en el sentido más elemental de la palabra liberal. De modo que la conclusión se impone: si siguen apostando por el proyecto soberanista es que abandonan cualquier horizonte cívico, cualquier idea no étnica de ciudadanía, lo cual, claro, implica la condena del mestizaje y la inmigración. Eso, claro es, siempre bajo el supuesto de la honradez, de que ese estar instalados en la contradicción, buscando una meta que se sabe imposible conceptualmente, no sea un modo de seguir obteniendo rentas políticas o mercados políticos protegidos.

‘El truco para saltar de los hechos a los objetivos políticos pasa por relacionar la lengua con la identidad y ésta con la constitución de una unidad de soberanía.’


—Sin embargo, las elites políticas y mediáticas del ámbito
de la izquierda no parecen albergar la menor duda de que Cataluña, Euskadi y Galicia son naciones, y se remiten constantemente a los pueblos catalán, vasco, gallego. Durante todo el verano Maragall ha estado insistiendo para que la Constitución reconozca formalmente
la existencia de esas naciones…
—Eso forma parte de esa mitología recreada que no resiste el trato con la realidad. El único modo de hacerla inteligible es apelando a la clásica tesis romántica que relaciona lengua con concepción del mundo, de ahí se salta a la identidad, y de ahí a la soberanía. Ninguno de los pasos se aguanta. A eso se añade el mito no menos romántico de un momento glorioso roto por un invasor que debe ser expulsado, la España centralista. Como si cierto día, hace tres siglos, alguien hubiese decidido imponer su identidad. ¿Qué imposición cultural se puede hacer sin medios de comunicación y sin sistema de enseñanza, cuando hasta entrado el siglo XX la mayor parte de la población es analfabeta? Las cosas son más sencillas, pura demografía y flujos económicos que llevan a utilizar las lenguas de mayor uso. En el siglo XV Castilla, que incluía por cierto Galicia, Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, tenía 4,5 millones de habitantes y la Corona de Aragón 850.000. En esas condiciones no resulta extraño que el castellano se extendiera y se mantuviera como lengua común y que prácticamente desde el siglo XVI el 80% de los peninsulares la utilizara. Algo absolutamente excepcional en Europa, por cierto. En Francia en tiempos de la revolución sólo uno de cada tres franceses hablaba francés; en Italia, en 1830, el italiano sólo lo hablaban el 3 %. En dos generaciones, en esos países la situación se había modificado radicalmente. Pasó lo mismo, y por las mismas razones, con las monedas nacionales y los sistemas de pesas y medidas. En todos esos casos fueron movimientos revolucionarios los responsables de los cambios. Y en España, hasta el franquismo, sucedía lo mismo. El Carlismo encarnaba los restos del feudalismo, del servilismo, nada de libertades ni de ciudadanía, al revés, atadura al terruño y barreras que impidan el oreo, entre ellas, muy conscientemente, las lingüísticas. Sobre esa herencia se encabalgan los nacionalismos. Lo que sucede es que los liberales y la izquierda tuvieron poco éxito.
Todo esto resulta tedioso recordarlo porque al fin y al cabo la historia no justifica nada. A lo sumo nos ayuda a entender por qué las cosas son como son, pero nada nos dice acerca de cómo deben ser. Pero es que es ese el terreno del “nacionalismo de izquierdas”.
Se arranca de unos supuestos datos, la existencia de una identidad, y de ahí se pretende inferir un proyecto político, la necesidad de recuperar o de preservar la identidad. Hasta la guerra civil se ha dejado de ver como una guerra de clases para convertirse en una guerra del “pueblo español” agrediendo a las naciones. Así que lo primero es recordar que los datos no son así, pero es que además, de los  atos, sean los que sean, no se sigue nada acerca de cómo deben ser las cosas. El truco para saltar de los hechos a los objetivos políticos, pasa, como te decía, por relacionar la lengua con la identidad y ésta con la constitución de una unidad de soberanía. Lo primero, todavía en el terreno de los hechos, es falso: ningún lingüista informado sostiene hoy que una lengua conlleva una concepción del mundo en algún sentido relevante de la idea. Y lo segundo no se aguanta: quienes comparten una identidad no son sujetos de soberanía. No creo que a nadie se le ocurra pensar que las mujeres o los ancianos constituyan unidades de soberanía, por más que compartan identidad y una conciencia de identidad compartida seguramente superior a la de las “naciones”.
Pero al final las cosas son más sencillas. ¿En nombre de qué una identidad –inventada o no– justifica unos privilegios? Quien defienda que existen unos privilegios asentados en “la historia” debería estar dispuesto a defender el antiguo régimen, la aristocracia. La idea de que hay unos pueblos que han de tener un trato especial no puedo dejar de asociarla a lo que antes te decía del trato con los reyes, a desandar lo recorrido desde la revolución francesa. Pensamiento reaccionario en estado puro.

‘Un nacionalismo genuinamente constitucional, donde no existiera discriminación por «razones de identidad», estaría llamado a ser paralítico políticamente.’

—Con frecuencia se dice que en el fondo la crítica a los
nacionalismos periféricos no es más que una defensa de otro tipo de nacionalismo, el español. ¿Lo crees así?
—Esa tesis se ampara en una falacia, que consiste en sostener que la negación de un nacionalismo equivale a la afirmación de otro nacionalismo, el español. Eso es lo mismo que decir que no cabe la crítica al nacionalismo porque no hay punto de vista fuera del nacionalismo, que criticar a un nacionalismo implica necesariamente estar a favor de otro nacionalismo.
Así, si uno se opone a una propuesta nacionalista, es que lo hace para defender propuestas españolistas. Con la cobardía del ejemplo, que diría Pessoa: estar en contra de que sólo se impartan dos horas de clase en castellano ya sería nacionalismo español. Si, por ejemplo, alguien propone cuatro horas, ya sería nacionalista español.
Si queremos ser respetuosos con las palabras y la lógica, la operación correcta es otra. Lo que sería españolismo no es la negación de la propuesta nacionalista, sino la misma propuesta, pero cambiando los protagonistas.
Para seguir con el ejemplo: dos horas de catalán y el resto en castellano. Eso sería nacionalismo españolista. Más en general, creo que ese es un saludable ejercicio intelectual, darle la vuelta a las propuestas y a las tesis.
Clarifica mucho. Unos cuantos ejemplos: ¿qué pensaríamos de un partido que defendiera el GAL, que homenajeara a sus miembros y defendiera la vuelta a la dictadura, y de otro, con responsabilidades de gobierno, que saliera en defensa de ese primer partido, que le abriera  sus medios de comunicación y se apoyara en él para  gobernar, diciendo que hay que suprimir los estatutos de autonomía para resolver el conflicto que plantea la existencia del GAL? ¿Y de alguien al que le diese por defender la recuperación de la unidad de las comunidades hispánicas, de Latinoamérica y de buena parte de Estados Unidos, porque comparten una lengua y porque en otro tiempo, hace menos de doscientos años, formaban  parte de España? Todo eso nos espeluznaría. Pues eso, mutatis mutandis, incluso con menos soporte empírico, forma parte de los supuestos centrales de la estrategia política nacionalista. Que uno se oponga a esas locuras en boca de los nacionalistas, obviamente no le lleva a defender estas otras locuras españolistas. Y sin embargo, buena parte de nuestra izquierda ni levanta el dedo, al revés, pide respeto para las locuras.
La verdad es que cuando preguntas a los amigos, “bueno, pero a qué te refieres en concreto cuando hablas de españolismo”, la respuesta más recurrente apela a cosas como el tamaño de la bandera de la plaza Colón. No seré yo quien la defienda. Pero desde luego quien no la puede criticar es quien organiza actos políticos, de su propio partido, en donde se cantan más veces himnos nacionales que
La internacional y se exhiben más banderas nacionales que rojas. En realidad, tengo la impresión de que si llegara la república, se sentirían muy incómodos con la bandera tricolor.
Hay otra confusión, de más calado, que también está en la trastienda de esa tesis: la confusión entre españolismo, centralismo y control democrático. Los problemas de descentralización son en buena medida técnicos. Seguramente, para ciertos asuntos, por problemas de coordinación, y de economías de escala, lo mejor es un sistema centralizado, y para otras cosas, un sistema reticular. Eso depende de los problemas a resolver. Pero es que, además, la descentralización nada tiene que ver con el autogobierno, con el control democrático de las instituciones ni, desde luego, con mayor o menor nacionalismo español. Resulta perfectamente imaginable un españolismo irrespirable y un sistema institucional máximamente descentralizado. En realidad, un sistema máximamente descentralizado, de coordinación espontánea, como lo es el mercado, acaba en dos días con las culturas “nacionales”, porque la coordinación espontánea converge hacia equilibrios que se corresponden con las convenciones compartidas o, en su defecto, las mayoritarias.
Si tú tienes que vender un producto o contar las noticias en un periódico, o simplemente, contar tu vida a cuatro tipos en un bar, lo harás en la lengua común. El proceso, además, es acumulativo, por necesidad de comunicarse, de acceder a información, de trabajo, de viajes. No es resultado del ejercicio de ningún poder, sino de millones de decisiones espontáneas. La expansión del castellano en EEUU es cualquier cosa menos acción teledirigida desde un poder central. Es lo que ha pasado históricamente con las monedas y los sistemas de pesas y medidas, y también con las lenguas.
Nosotros mismos hemos sido testigos de cómo ha sucedido con las tarjetas de crédito, el sistema de teléfono, los formatos de video y mil cosas más. Por información, comunicación o transporte los individuos tienen razones para utilizar los más utilizados por otros individuos.
Y eso, que los economistas llaman economías de red, es descentralización en estado puro.

‘El derecho a la autodeterminación concentra todas las inconsistencias analíticas del nacionalismo.’

—Me temo que decir que la izquierda y el nacionalismo son incompatibles conduce directamente a cuestionar la naturaleza democrática del nacionalismo. Sin embargo, en este país se han acuñado expresiones como “nacionalismo democrático” o “nacionalismo moderado” frente al “nacionalismo radical”, o“violento”. ¿Qué opinas al respecto?
—Desde el punto de vista de los procedimientos democráticos hay una diferencia sustancial. Y eso es muy importante, fundamental: no hay democracia si a quien piensa diferente le niegas la dignidad como persona, que es lo que sucede cuando lo amenazas de muerte. Lo pones en el dilema de que pierda la vida o pierda su dignidad callándose para poder preservar la vida. El problema con el llamado nacionalismo moderado es que colapsa en un montón de paradojas que sólo puede salvar si recala en un nacionalismo étnico, identitario, que, de facto, vincula la ciudadanía a la pertenencia a una comunidad cultural. Quienes no participan de ciertos rasgos, de la identidad nacional que estipulan unos cuantos, no son genuinos miembros de la comunidad política, son menos “catalanes”, “españoles” o lo que sea. Por supuesto, la identidad nacional la deciden los nacionalistas sin que importe si se corresponde con lo que en realidad son los ciudadanos.
Pero el problema no es de número, sino de principio democrático: el que la mayor parte de catalanes sean del Barça o católicos, no quiere decir que las instituciones políticas tengan que apoyar al Barça o a la religión católica.
A veces para evitar recalar en esas tesis, que tanto nos suenan a los “genuinos españoles”, “unidades de destino” o “españoles de bien”, se habla de un nacionalismo cívico, como un conjunto de ciudadanos que comparten derechos y libertades. El problema es que entonces no se ve qué hay que objetar a ideas como el habermasiano “patriotismo constitucional”, al reconocimiento de una comunidad de ciudadanos libres e iguales que comparten principios de justicia. Un nacionalismo de esa naturaleza, genuinamente constitucional, en un contexto en donde no existe discriminación por “razones de identidad”, estaría llamado a ser paralítico políticamente. Por eso el nacionalismo no puede prescindir de una idea de nación que conduce directamente a la identidad nacional, que es, por supuesto, la que los nacionalistas estipulan.
No es casual que quienes han querido explorar la “hipótesis de la independencia” en serio se han encontrado con que, si jugaban a la idea de nación de ciudadanos y no querían excluir a la mitad de la población que quedaba fuera de juego, la “preservación de la identidad” se ponía en peligro. Dicho de otro modo: el único modo de preservar la identidad era saltándose a la torera los derechos democráticos. Y, por supuesto, los nacionalistas están dispuestos a hacerlo. Las preocupaciones por el mestizaje, por la pérdida de la pureza, no son excrecencias, rarezas, sino consecuencias lógicas del nacionalismo. Hay un camino inexorable que conduce directamente a la defensa de “concepciones del mundo” asociadas esencialmente a los pueblos, concepciones que deben estar presentes hasta en las ONGs, que, se llega a decir desde las instituciones, han de tener “un componente nacional catalán”.
Por cierto que epistemológicamente no deja de resultar llamativo que aceptemos como buenas, como verdaderas, la terminología y las creencias de los propios nacionalistas que únicamente tienen una función política. Un par de ejemplos. Uno “positivo”: hay un conjunto de individuos,
los nacionalistas, que dicen que otro conjunto –más numeroso– de personas es una nación. De ahí se concluye alegremente que ese segundo conjunto es una nación, ¡alehop! El otro, normativo, y que, como ha mostrado Rodríguez Abascal en uno de los mejores libros que conozco sobre estas cosas, apunta al núcleo del nacionalismo: “la nación X tiene derecho a la soberanía porque es una nación”. Una falacia, claro. También hay gente que cree que los humanos hemos sido traídos de otro planeta, pero que lo crean no hace su creencia verdadera.
El hecho de que los parlamentarios de Castilla-León, por poner un ejemplo, decidan autodenominarse marcianos, no los hará marcianos.

‘Lo que más me asombra es el desarme ideológico de la izquierda, ese trato «comprensivo» con el nacionalismo cuando éste es lo que es.’

—Pero, ¿qué pasa con el derecho de autodeterminación de los pueblos, que siempre ha formado parte de los programas de la izquierda desde sus orígenes?
—En efecto, Marx lo defendió en el borrador que había preparado para la I Internacional en 1865. Pero al año siguiente ya estaba aclarando que los beneficiarios eran las genuinas naciones, Alemania, Polonia, Italia, Hungría, en ningún caso las nacionalidades, y ese léxico es suyo, como escoceses o galeses. En el fondo, su pensamiento era puramente táctico, que es lo que no puede ser un derecho, algo sometido al “depende”. A Marx lo que le preocupan son los ideales emancipadores y lo que buscaba era espacios políticos amplios lo suficientemente consolidados en donde realizar los ideales de democracia radical y de justicia, de igualdad. Y es que el derecho a la autodeterminación, en realidad el derecho a la secesión unilateral si queremos ser precisos, concentra todas las inconsistencias analíticas del nacionalismo. En el fondo arranca de una suerte de comparación con las separaciones matrimoniales: si alguien no quiere formar parte de una pareja, quién puede obligarlo. Aquí no habría ningún tipo de apelación a la identidad, ni a la esencia, sólo ejercicio de libertad. Desde el punto de vista liberal, en principio, no habría nada que objetar. El problema aparece en el momento de decidir quién puede decidir que se va, quién ejerce el derecho a la autodeterminación. Si seguimos con el argumento matrimonial-liberal, cualquiera que perdiera un hipotético referéndum podría decir al día siguiente que ese nuevo club, la nueva nación, no le ha pedido permiso para hacerlo socio. La pregunta es inevitable: ¿quién es el sujeto del derecho? La respuesta “la nación” no nos sirve si entendemos nación en el sentido de “es el conjunto de individuos que quiere ser una nación”, entendida esta última acepción como “voluntad de autodeterminarse”. En tal caso no hace falta derecho ninguno, no hace falta votar nada: sólo ejercen el derecho a separarse quienes se quieren separar. Si quiere evitar ese absurdo, al final, el nacionalismo tiene que recalar en argumentos esencialistas: habría pueblos más “naturales” que otros, que, ellos sí, tendrían fronteras naturales, no susceptibles de ser decididas voluntariamente, dentro de las cuales el derecho de autodeterminación ya no cabría. De modo que el supuesto derecho  no parece muy claro, o bien recalamos en una falsedad, en un imposible, la idea de adscripción voluntaria a los estados, o en esencias nacionales, en comunidades naturales, comunidades de destino, en argumentos que niegan el principio que invocan. Esa es una idea incorrecta sobre cómo son las cosas. Los estados, cualquier estado, no son asociaciones voluntarias, a nadie le preguntan si quiere ser miembro. Las fronteras, todas, son resultado de geografía, guerras, conquistas, enlaces matrimoniales, flujos económicos y demográficos. Los estados no son un club social en el que uno se apunta y se va cuando quiere. La idea del estado como una sociedad de construcción voluntaria presume una suerte de “derecho” anterior a las leyes, natural, prepolítico. Las cosas son al contrario. Precisamente porque no son asociaciones voluntarias es por lo que importan la democracia y los derechos, que se dan dentro de un espacio jurídico, dentro de una comunidad política. En un club privado, los socios pueden
fijar las reglas. Por ejemplo, pueden decidir que en un gimnasio no entren los hombres o prohibir la venta de alcohol. Es una asociación voluntaria y no hay nada que reprochar. No estás obligado a entrar, y si no te gusta, te vas. En una comunidad política las cosas son distintas.
Ahí no caben las discriminaciones, ni las identidades obligatorias, porque cualquiera ha de tener asegurada la posibilidad de poder decir la suya. Y lo mismo se puede ver desde el otro lado: si uno se puede marchar si no le gustan las decisiones adoptadas democráticamente, entonces la democracia no existiría. De otro modo nada tendríamos que objetar a los ricos, concentrados en una región, que deciden que no están de acuerdo en pagar impuestos, que los principios de justicia de la comunidad política no sirven para ellos y se van. La no voluntariedad de los estados, la democracia y la justicia, que se dan siempre en un espacio político, están unidas conceptualmente. Por eso mismo, las cosas cambian cuando faltan los derechos, cuando ciertas personas, que comparten ciertos rasgos, los que sean, se ven privadas de derechos o discriminadas. Pero en ese caso el derecho deriva de la injusticia y acaba cuando desaparece ésta. Sólo en ese sentido reparador se puede hablar de derecho de autodeterminación. Lo ha contado muy bien el que acaso sea el mejor especialista sobre estas cosas, un marxista analítico por cierto, Allen Buchanan, en Self-determination, un clásico contemporáneo.
Una última cosa, no hay que confundir el supuesto derecho a la autoderminación con el autogobierno. La izquierda es, muy básicamente, radicalidad democrática. Todas las conquistas, todas, de lo que hoy llamamos democracia han sido arrancadas por la izquierda. Pero el control democrático de los ciudadanos, la participación, no es una cuestión de metros, de proximidad espacial, sino de transparencia, de posibilidades de revocación, de control institucional. De hecho, la proximidad espacial, que acostumbra a ser de clase, lo que produce es clientelismo, acobardamiento de medios que sobreviven gracias a su buena relación con el poder local, opacas redes de influencia entre los poderosos que se han socializado juntos y resuelven con llamadas, despachos compartidos y cenas familiares lo que se tendría que resolver en el parlamento. Basta con pensar en la naturalidad con la que transitan los escándalos políticos en los ámbitos locales y autonómicos. Se pasa por ellos como si nada.
No hay la exigencia de responsabilidades que se da en el parlamento o la vigilancia de la prensa de ámbito nacional. El autogobierno es control democrático: explicaciones, participación, vigilancia y renovación de cargos. Lo otro, agrimensura.

‘No hay que confundir el supuesto derecho a la autodeterminación con el autogobierno.’

—Si la cuestión es tan evidente, ¿por qué entonces hay tanta gente en la izquierda que se dice nacionalista? Y otra cuestión: ¿por qué hay aún más gentes en la izquierda que se dicen no-nacionalistas pero que de hecho no sólo toleran los principios nacionalistas, sino que asumen sus puntos de vista, los comprenden?
—Repito lo que te decía al principio de nuestra conversación, que dos ideas sean contradictorias no quiere decir que no exista gente que mantenga las dos ideas a la vez. De lo que no cabe duda es del carácter reaccionario de los nacionalismos. Hobsbwaum, una de las cabezas más claras de la izquierda, nos lo lleva recordando desde  hace tiempo. En el caso español, la comunión entre nacionalismo
e izquierda es un fenómeno muy reciente, hijo del antifranquismo, de la represión de cualquier manifestación cultural que no fuera en castellano y, acaso, esto ya es más conjetural, de la política del partido comunista de incorporar todas las causas, y del origen social de los cuadros políticos de la izquierda. Supongo que también contribuyó la coincidencia temporal con los movimientos de liberación nacional, que, por cierto, casi siempre pretendían crear estados ilustrados que unificaran las diversas culturas locales, muchas de ellas cargadas de elementos feudales, racistas o directamente irracionales, un poco al modo como sucedió en América Latina un siglo antes, cuando, después de la independencia, el castellano se impone a las miles de lenguas de las comunidades indígenas.
Lo cierto es que, históricamente, la izquierda, por sólidas razones ideológicas, ha sido antinacionalista, y el nacionalismo, salvo excepciones, pensamiento conservador, cuando no directamente reaccionario. Esto lo han dejado definitivamente claro los historiadores. En el caso vasco, pero también en el catalán. Pienso en los trabajos de Fradera, Marfany o Ucelay Da Cal, historiadores solventes, oreados en el circuito académico internacional. Y eso sucede en el diecinueve, pero también más tarde.
No hay que olvidar que los fascistas italianos llegan a contemplar la posibilidad de hacer de Barcelona el origen del movimiento fascista en España aprovechando la existencia de un pensamiento nacionalista. Pero desde el punto de vista ideológico, que es el que importa, no creo que quepan dudas. Entiéndase, hay que luchar para que los nacionalistas puedan defender sus ideas, pero eso no quiere decir que debamos defender las ideas que ellos defienden. Al revés, una vez asegurado lo primero, debemos examinarlas, discutirlas y criticarlas, empezando por recordarles que ellos son los portavoces de una ideología, no de una nación. Y sucede que cuando las examinamos encontramos pensamiento conservador, cuando no directamente imperial, expansionista, hasta recuperar la frontera máxima del momento del máximo esplendor.
Por lo general, y tratando de reconstruir de un modo inteligible la argumentación de la izquierda cuando se pone en “mood” nacionalista, se suele apelar a razones no nacionalistas, a preservar la identidad, a la posibilidad de aumentar el compromiso cívico entre los ciudadanos o  a un marco de referencia en el que cobran significado las elecciones. Eso es lo mismo que decir que lo que importa son otros valores, como la autonomía de los individuos, la igualdad o la libertad. Pero eso ya no es nacionalismo. Piensa, por ejemplo, en el caso de la identidad. Un nacionalista apela a ella porque es “lo nuestro”, lo que nos constituye, lo de siempre, el origen que se quiere destino. La identidad es una y por siempre. Un pensamiento de vuelo muy corto. Al cabo, si se trata de defender la identidad, habría que defender el franquismo. ¿O es que cuarenta años de dictadura pasan sin dejar huella, por no hablar de los trescientos años de supuesta dominación españolista? Para el nacionalismo nada de eso afecta a la genuina identidad, que claro, si no está contaminada por la historia, sólo puede resultar inteligible bajo alguna versión laica del alma, como el Rh o una eva mitocondrialde la propia nación.
Alguien de izquierda, o simplemente sensato, empezará por recordar que siempre tenemos identidad, que si a todos nos da por consumir hamburguesas y jugar al béisbol seguiremos teniendo identidad. Después reparará en que lo que importa no es la identidad como tal, que también somos machistas por biografía, pero que lo mejor que podemos hacer en tal caso, desde los valores que importan para la izquierda, es escapar a esa identidad. De hecho, lo que interesa es una comunidad política que nos asegure la posibilidad permanente de revisar y escapar a cualquier cárcel identitaria, a la tiranía de los orígenes. Pues bien, si las cosas se miran de cerca se ve que la nación y el nacionalismo no son el mejor modo –por no decir que son el peor– de asegurar la igualdad, el compromisocívico o los marcos de elección de las personas y, mucho más obviamente, la sensibilidad de especie, que es el problema más importante y más olvidado. Realmente lo que más me asombra en todos estos casos es el desarme ideológico de la izquierda, la incapacidad para mirar limpiamente las ideas y discutirlas, ese trato “comprensivo” con el nacionalismo cuando es lo que es. ¿Qué quiere decir respetar o comprender una ideología? ¿Hay que respetar el machismo o el fascismo? Se respeta a las personas, se puede hasta comprender que tengan una ideología. Pero eso no corrige un milímetro que las ideas se discutan, que por cierto es el único modo de respetarlas, de tomarlas en serio. En esto la actitud del nacionalismo es particularmente tramposa con su reclamación de respeto.
Cualquier crítica hiere su sensibilidad. La trampa es que pretenden hacer pasar la crítica a su ideología como la crítica al pueblo en nombre del cual pretenden hablar en exclusiva. Como si ese pueblo no fuese el resultado de flujos de gentes y es que, al cabo, como decía uno de los protagonistas del jorobado de Notre Dame: “unos llegamos ayer y otros anteayer”. Pero, ¡por Dios, cómo no vamos a poder criticar radicalmente a alguien que sostiene ideas tan profundamente reaccionarias! Lo verdaderamente inaudito es que la izquierda radical haya suscrito sin discusión alguna los puntos de vista del nacionalismo. ¡Por lo menos que los discuta!■

EL VIEJO TOPO
Entrevista a Félix Ovejero