Jorge San Miguel Lobeto-El País
Un hipotético referéndum no es una operación progresista ni hiperdemocrática
En algún momento de esta década, el independentismo catalán intuyó que no corrían tiempos favorables a un nacionalismo excluyente de estilo decimonónico. Ni siquiera colonizando todos los resortes del poder autonómico y la sociedad civil se había conseguido una hegemonía real en Cataluña, ni el dinero invertido en propaganda exterior había producido réditos aceptables. Las elecciones de 2015 demostraron que más de la mitad de los catalanes son impermeables al relato independentista. Pero una parte creciente sí podía comprar el supuesto carácter hiperdemocrático de un referéndum de autodeterminación. Por tanto, la consulta se convirtió en el pretexto que permitía estirar el proceso y sumar voluntades con actores no nacionalistas. A las izquierdas catalanas que navegan entre el decisionismo y el nacionalismo, de los comunes a la CUP, la operación les permitía poner en suspenso la lógica y subirse al carro del secesionismo burgués sin renunciar a su futura república inspirada en el 15-M.
Por su parte, la nueva izquierda española buscaba una ruptura. El modelo del 78 está clausurado “por arriba” por el euro, y “por abajo” por el sistema de partidos y las dinámicas electorales nacionales. Pasado el crash, y con la crisis del euro en sordina desde 2015, las posibilidades de romper la camisa de fuerza por el flanco europeo, o bien de activar una fractura ideológica o de clase, se habían esfumado cuando se consolidaba el primer actor en disposición de hacerlo, Podemos. Quedaba solo una grieta posible en el “régimen del 78”: la cuestión territorial. Y solo un lugar donde se estaba ampliando: Cataluña.
Así, una izquierda que sigue reivindicando a Marx sobre el papel acabó comprando las metonimias fichteanas sobre la “voluntad” o los “sentimientos” de espíritus colectivos para eludir un análisis de clase. Mientras en la España democrática centristas, socialistas y conservadores se han turnado en el Gobierno, pactando repetidas veces con nacionalistas, en Cataluña el nacionalismo conservador ha gobernado desde 1977. En ese tiempo ha mantenido la sanidad más privatizada de España; ha creado redes clientelares que hacen de Cataluña la comunidad con más imputados por corrupción; y ha ejecutado los recortes más duros durante la crisis. Todo esto permite dudar de la progresividad del establishment a la cabeza del procés.
Una negociación contraria a la Constitución entre Gobierno central y Govern sería otro acuerdo entre élites menos inclusivo que el del 78
Además, en Cataluña existe una fractura etnolingüística que lo es también de clase. Las dos comunidades etnolingüísticas catalanas son asimétricas en términos de renta, educación y presencia pública. Un procés comandado por partidos y clercs nacionalistas es casi garantía de que la exclusión de la comunidad con menos recursos continuaría. Por fin, la secesión afectaría también a la equidad en el conjunto del Estado. La salida de una región rica de la caja común reduciría la capacidad de redistribución nacional. No por una injusticia hacia Cataluña, sino por la sencilla razón de que su renta media es de las más altas. Hay pocos análisis redistributivos más evidentes en España, pero una parte de la izquierda permanece ciega a él.
Las soluciones que esa misma izquierda propone no son más inclusivas. Un hipotético referéndum de autodeterminación no solo afecta al principio de soberanía, sino que en el plano estrictamente práctico es más que dudoso que pueda solucionar un conflicto provocado por una fractura entre dos comunidades culturales de peso demográfico similar. Cuando además una de las dos sufre un déficit estructural de representación, una consulta binaria no puede generar un resultado inclusivo, solo agrandar la brecha.
Respecto al “diálogo”, cabe dudar también de su inclusividad. La vigente Constitución contó con el apoyo de 325 de 350 diputados, y fue refrendada posteriormente a nivel nacional. Una negociación contraria a esa Constitución entre Gobierno central y Govern significaría en realidad otro acuerdo entre élites menos inclusivo que el del 78, y de espaldas a las preferencias de cerca de la mitad de catalanes y de la mayoría de ciudadanos en otras comunidades. Es decir, que los españoles tendrían menos voz que entonces en un proceso que privaría a muchos de ellos de recursos y representación. Todo esto pone en entredicho el carácter progresista e hiperdemocrático de la operación y sugiere que la izquierda de la ruptura está dispuesta a casi todo por cargarse el fetiche del 78; aun al precio de ningunear a las clases populares de Cataluña y el conjunto de España.
Jorge San Miguel Lobeto, politólogo, es asesor de Ciudadanos en el Congreso de los Diputados.