IGNACIO CAMACHO-ABC
- Aún podemos decidir si la herencia colectiva de esta amarga época ha de ser la España de la rabia o la de la idea
España padece superpoblación de jabalíes, informa en ABC una crónica de Isabel Miranda que recoge informes al respecto de diversas asociaciones de caza. Ya durante el confinamiento los vimos campar a sus anchas en las zonas urbanas. Ahora provocan accidentes al cruzarse en las carreteras, merodean granjas y se acercan sin miedo a los basureros de áreas habitadas cuyos vecinos reclaman a las autoridades soluciones al problema de sobreabundancia. No hay modo de frenar su invasión; parece que se han acostumbrado a la presencia humana, o al menos la sobrellevan mejor que la de los lobos, su tradicional enemigo en la cadena alimentaria.
La proliferación de los suidos, que así se llaman, representa una clásica metáfora parlamentaria. Fue Ortega el que la acuñó durante las Cortes constituyentes republicanas. «No podemos venir aquí –dijo—a hacer el jabalí, ni el tenor, ni el payaso». El primer término de la comparación se refería al ruidoso boicot con que interfería los debates un grupo de congresistas exaltados. Hoy no es sólo en el Parlamento donde menudean los energúmenos aficionados a rugir y arremeter contra el adversario; la calle, las redes sociales o los canales de mensajes instantáneos están llenos de radicales que practican no sólo el obstruccionismo argumental sino el linchamiento sistemático de cualquier discrepante de sus argumentos sectarios. Hemos normalizado el combate verbal, la cólera descalificadora, el dicterio airado. Los pobres jabalíes, que sólo buscan comida, no se merecen la equiparación con el salvajismo verbal de los bramidos fanáticos que menudean en nuestro ámbito cotidiano.
Ya no se trata de echar de menos la elocuencia retórica –la de los tenores del filósofo–, sino de reivindicar una mínima cortesía, la buena educación exigible en la política como en cualquier orden de la vida. De erradicar la fobia a la opinión ajena, el trato de antagonista a todo el que se manifieste de acuerdo con ideas distintas. De que el simple respeto no sea una antigualla social, un atavismo, una reliquia. De que las cuestiones de actualidad dejen de constituir un motivo de encono hasta en las conversaciones de familia. De desterrar el insulto y la intolerancia, de restablecer en la esfera institucional y en la privada las pautas esenciales de la convivencia cívica.
Dejó escrito Machado que de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa. Esa crispación general es el gran triunfo de los jabalíes, de los polarizadores profesionales que siembran la cizaña de la intransigencia para incendiar con ella la atmósfera pública en un conflicto de trincheras dialécticas. Es muy difícil volver de esa guerra sin heridas que durante mucho tiempo supuren encono y aspereza. Y en algún momento hemos de decidir, mientras podamos, si la herencia colectiva de esta amarga época ha de ser –otra vez el poeta—la España de la rabia o la de la idea.