IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La existencia de una izquierda antinacionalista es un mito, un vestigio de la Transición enterrado por el sanchismo

Hubo un tiempo en que la política española discutía de asuntos extravagantes: impuestos, gasto público, articulación institucional, educación, sanidad, déficit, industria, infraestructuras, pensiones. Era en esas materias donde los grandes partidos mostraban sus diferencias, y las aparcaban para pactar contra el terrorismo, negociar las cuestiones de Estado, defender la monarquía y asentar las bases del sistema. Fue una etapa ominosa que produjo la desagradable consecuencia de reconstruir el país, desarrollar la Constitución y proyectar la España moderna en el marco de la Unión Europea. Por fortuna apenas duró un par de décadas y media. Luego, la crisis financiera mundial permitió que formaciones emergentes plantearan al fin debates cruciales sobre materias de interés verdadero: nuevos estatutos de autonomía, soberanismo fiscal, memoria histórica, leyes de género. Los acuerdos contra ETA se convirtieron en acuerdos con ETA, el acento ideológico se impuso sobre el consenso, los populismos abrieron la vía del auténtico progreso y la gobernación del Estado descansó sobre la innata generosidad de los nacionalismos periféricos. Gracias a la irrupción de fuerzas renovadoras como Podemos, el PSOE rompió su castradora complicidad con el tardofranquismo y luego Vox empujó al PP a abandonar sus complejos de centro. Instalados en la destrucción creativa y el vértigo del enfrentamiento, los españoles disfrutamos de un brillante ciclo de éxitos.

Ahora unos jóvenes despistados que se hacen llamar jacobinos pretenden recuperar el espíritu de un socialismo fiel a sus caducos principios derrotados por la dinámica realidad de este siglo. Salidos de no se sabe qué escuela de arqueología doctrinal proclaman su fe en la igualdad cívica y territorial y su compromiso con los sectores de población menos favorecidos a través de un programa redistributivo sacado de algún polvoriento manual de laborismo antiguo. En su desorientado desfase proponen una izquierda autónoma, liberada de la connivencia con el separatismo, y se atreven a llamarla española en un arrebato patriótico de pundonor castizo. Los angelitos aún creen en el mito del votante progresista moderado, el unicornio electoral que se supone escondido entre la fronda de un paisaje sociológico legendario, fruto de la nostalgia de la Transición, y esperan que algún día salga de las sombras del fracaso. Dicen que no se sienten representados por la impostura de este sanchismo que disfraza su debilidad coaligado con los independentistas reaccionarios, y esperan que las elecciones europeas les permitan agavillar el sufragio del desencanto. Merecen suerte, aunque sólo sea por el coraje de intentarlo como en su día UPyD o Ciudadanos, pero es de temer que el conato acabe en batacazo. Porque el estanque dorado de la socialdemocracia se ha secado y en su lugar no hay más que un triste, yerto páramo.