IGNACIO CAMACHO-ABC
- Aquella emoción colectiva capaz de refundar un Estado se ha ido apagando en la rutina del aburrimiento democrático
Duele decirlo, y más aún pensarlo, pero quizás haya que empezar a admitir que el pacto de la Transición ha caducado. Que tal vez la España de 2023 ya no se identifique con los valores que iluminaron su extraordinaria aventura histórica de hace cuarenta y cinco años. Que aquella emoción colectiva capaz de refundar un Estado se ha ido extinguiendo en la rutina del aburrimiento democrático para volver a la vieja pasión trincherista del enfrentamiento entre bandos. Que la idea del consenso, de la búsqueda de acuerdos, del diálogo y de la colaboración entre adversarios, ha perdido vigencia hasta convertirse en un vestigio abandonado, una ruina arqueológica como esos restos romanos que yacen bajo matas de retama y jaramagos. Que el desgaste de las instituciones y las luces cortas de los liderazgos han sembrado una semilla de escepticismo jeremíaco en el ánimo de los ciudadanos. Que la historia de éxito fue bonita mientras duró pero puede estarse acabando en uno de esos vértigos autodestructivos que a veces arrastran a las naciones al colapso.
Podemos pensar que la culpa de este proceso de declive –degradación podría ser un término más preciso– corresponde a los políticos. Y tendremos razón siempre que no usemos el señalamiento como una forma de amnistiarnos –ufff– a nosotros mismos. Ellos son, sí, unos o uno más que otros desde luego, quienes han abierto los armarios donde habían quedado encerrados los demonios banderizos. Ellos quienes han quebrantado sus compromisos, roto los mecanismos de equilibrio de poderes, excitado el antagonismo, rescatado el espíritu de revancha, fomentado el victimismo resentido y destruido el respeto cívico. Pero nosotros, los españoles, hemos aceptado y asumido la cultura del conflicto, el sectarismo binario que conduce a tratarnos como enemigos y a votar con encono de duelistas en pleno desafío. La fractura electoral emite un diagnóstico de hondo pesimismo.
El problema ya no es sólo la nación desvertebrada por el particularismo que hace un siglo denunció Ortega. Es una sociedad polarizada hasta el paroxismo cuyo Gobierno se sostiene sobre una alianza de fuerzas rupturistas unidas por la voluntad expresa de liquidar el sistema. Es el desdén por el Derecho y la ley, son la arbitrariedad y la conveniencia elevadas a la condición de razones supremas. Es la anomalía institucional, la artería fraudulenta convertida en prioridad estratégica. Es la atonía con que el sujeto de la soberanía se desentiende de una deriva de mutación de régimen a cámara lenta. Son las costuras cada vez más deshilvanadas del tejido de la convivencia. Es la amenaza de quiebra estructural que subyace en la ausencia de reglas. Es un modelo en crisis que apenas puede escenificar cada 12 de octubre el torpe simulacro oficial de una tregua. Qué clase de fiesta de identidad comunitaria cabe celebrar bajo este síndrome de decadencia.