JEREMÍAS

IGNACIO CAMACHO-ABC

Llarena está solo como un profeta en el desierto. Su razón jurídica se ha vuelto antipática en el actual contexto

PRODUCE tristeza escribirlo, pero el juez Llarena se está quedando solo. Y no solo ante el peligro sino solo en la soledad de su esfuerzo por perseguir y castigar el golpe del separatismo. Con el Gobierno en vías de desistimiento, la Fiscalía buscando el modo de ponerse de perfil, Ciudadanos en un papel testimonial de oposición en Cataluña y el PP momentáneamente desaparecido, el magistrado del Supremo es casi el único representante del Estado empeñado en que no quede impune un flagrante delito. Y aunque la desidia general no parece haber menoscabado su autonomía ni aflojado su ímpetu, empieza a producir cierta melancolía contemplarlo cada vez más desasistido, más desamparado, más aislado en el centro de un laberinto jurídico. Como si hacer justicia sobre la insurrección de octubre se hubiese vuelto un fastidio, una obsesión personal suya, un rollo cansino.

Llarena es en estos momentos una especie de héroe civil abandonado en medio de un páramo. Con todos los defectos que pueda tener su prolija instrucción, constituye la última barrera institucional que el independentismo todavía no ha saltado. El suyo es un cometido incómodo porque de repente en la política se ha producido un cambio de escenario y la maquinaria procesal que investiga la rebelión se ha convertido en un conflictivo estorbo para la construcción de un nuevo relato. El presidente Sánchez y sus aliados disimulan mal lo mucho que les convendría una rebaja de los cargos para que el juicio contra los líderes de la intentona no estropee su estrategia de aplacar los ánimos. Pero el juez, que ha levantado con paciencia y tesón el mapa completo del motín, no está dispuesto a componendas que malversen su trabajo. Rodeado de un ambiente de voluntaria incuria se ha tomado con estricta responsabilidad la dirección del sumario.

Su decisión de rechazar la extradición condicional de Puigdemont representa un gesto de indeclinable coherencia. Protege el principio de igualdad ante la ley contra una intromisión externa, e introduce en su escrito una razonada protesta. Porque no se trata de una discusión técnica ni de discrepancias entre colegas sino de que el tribunal alemán, en su extravagante fallo, ha otorgado a una versión de parte rango de prueba y ha decidido por su cuenta que ni el referéndum ilegal ni la declaración del Parlamento catalán pretendían –juicio de intenciones– la consecución real de la independencia. Ningún profesional de la toga podría aceptar esa superficial injerencia que cuestiona su estatus jurisdiccional con prejuiciosas conjeturas e hipótesis torticeras.

Sin embargo, esa obstinada energía de criterio deja una sensación de braceo contra corriente en el actual contexto. Pertrechado de una razón que se ha vuelto antipática en un marco sobrevenido de silencioso apaciguamiento, Llarena se mueve con el aire jeremíaco, casi doliente, de un profeta en el desierto.