JORGE BUSTOS-EL MUNDO

La irrupción de Vox dibuja un pentapartidismo cuyo centro geométrico y político ocupa Cs, en buena medida gracias a los ataques simétricos de sus rivales: dos por la izquierda y dos por la derecha. A Rivera le ataca el PP por los votos que robó a Rajoy, el PSOE por los que roba a Sánchez, Podemos por paranoia anticapi y Vox por una entrañable mezcla de paranoia masónica y rencor práctico, pues Cs impide que Casado se diluya en el abrazo del oso de Abascal. Rivera tiene hoy la ocasión de demostrar dos de sus frases favoritas: que a la idea insólita de un centro español le ha llegado su momento y que a la política se viene llorado de casa.

La violencia de género se ha convertido en caballo de batalla –nunca mejor dicho– de Abascal para hacerse valer en el cambio andaluz. Está bien elegido porque encarna la mayor guerra cultural de nuestro tiempo, y ya se sabe que la primera víctima de la guerra –y el último verdugo del populista– es la verdad. Es tan cierto que Cs criticó la asimetría penal por machismo como que se cayó rápido de ese caballo pardo –hace cuatro años ya– y ha trabajado decididamente en favor del Pacto de Estado, aprobándolo por cierto con un voto particular que exigía el carácter finalista de todas las subvenciones. Este giro que en realidad reclama el nombre de madurez sirve a la acusación de veletismo pero también a la reconciliación con el arte de lo posible ajeno a fanáticos de nicho: la pureza ideológica solo se la puede permitir el irrelevante, el comentarista, el trol. Cuando Vox se presenta como partido de principios inmutables y refugio de hombres maltratados se condena a la marginalidad o a la traición, porque tendrá que retratarse votando medidas de apoyo a la mujer: si las rechaza conservará el fervor minoritario de su votante macho más movilizado al precio de no participar en cambios legislativos reales. Abascal siempre puede asumir la legislación feminista y abrirse a negociar una ley complementaria de violencia intrafamiliar, pero entonces estaría sumando con Rivera y no chocando con él, que es lo que le da fama. Al tradicionalismo el pacto no le sienta tan bien como al liberalismo.

Lo adulto sería reconocer, con el derecho clásico y el TC, que tratar como iguales a los que son diferentes comporta una injusticia. Que la desigualdad física entre varones y hembras aconseja un reequilibrio legal tan antiguo como la civilización. Que los protocolos policiales –la noche en el calabozo– se pueden revisar siempre que no dejen vendida a la denunciante. Que tan quimérico es el terrorismo patriarcal como la dominación feminazi. Que las mujeres no nacen víctimas pero tampoco viven tranquilas. Todas estas son verdades elementales. Otra cosa es que la mentira empodere. Un tiempo al menos.