Jirones de piel en Cataluña

EL MUNDO 05/06/14
ENRIC GONZÁLEZ

No ha accedido aún al trono y ya se le acumula el trabajo. ¡Cataluña, Cataluña!, le gritan desde la prensa. La cuestión catalana puede ser en efecto, para bien o para mal, un factor esencial en el reinado de Felipe VI. Y, sin embargo, un rey no gobierna, ni dispone de mayorías parlamentarias, ni decide reformas constitucionales. Su trabajo se basa en las palabras y los gestos.

Se dice que Cataluña representa para Felipe VI lo que el 23-F para su padre, Juan Carlos I. La comparación no es del todo absurda, aunque desfavorable al nuevo Monarca. Cuando se produjo el intento de golpe de Estado, Juan Carlos se enfrentaba a una ultraderecha minoritaria y en franca regresión: aquel fue uno de los últimos coletazos del franquismo militar, peligroso y capaz de atormentar a España durante una buena temporada pero completamente extraviado en la Europa de los años 80. Lo de Cataluña (secesionismo, desafección, incomodidad, populismo nacionalista o como quieran definirse los múltiples aspectos del problema) cuenta, por el contrario, con un notable apoyo social y, sobre todo, carece de solución completa. Ortega dijo que España estaba condenada a «conllevar» la cuestión catalana, y era un hombre muy preciso en la elección de los verbos.

Como su padre, Felipe deberá ganarse al enemigo. A los monárquicos y en general a los sectores conservadores los tiene ya en el bolsillo. Si su padre tuvo que tejer complicidades con la oposición rupturista para mantener la transición sobre los raíles de la reforma («de la ley a la ley, pasando por la ley»), él ha de ganar crédito ante los republicanos y los nacionalistas periféricos.

¿Cuál es su margen de maniobra en lo que se refiere a Cataluña? Poco, inicialmente. El inminente Felipe VI conoce bien Cataluña, es capaz de manejarse correctamente en lengua catalana y dispone de innumerables contactos entre las élites. Por supuesto, cada vez que se reúne con los empresarios del grupo autodenominado Puente Aéreo y se fotografía con ellos, le ocurre lo que a Mariano Rajoy cuando le toma la lección el llamado Consejo de la Competitividad, es decir, las augustas cabezas del Ibex-35: queda impregnado de plutocracia. La sociedad española se siente estafada por sus élites. En su habitual contacto con el empresariado catalán, Felipe debería ser prudente: aunque no existe nada más elitista que un rey, conviene que no lo parezca demasiado. El momento no está para las pompas y los compadreos cortesanos que tanto gustan a los monárquicos.

Haga lo que haga, y en ello se incluye la opción de no hacer nada, Felipe se dejará jirones de piel en la cuestión catalana. Porque, ocurra lo que ocurra, la rebelión contra el orden constitucional de 1978 ha de causar, en el mejor de los casos, una enorme insatisfacción en ambos lados. No será una victoria limpia y casi definitiva, como la del 23-F, conseguida entre el aplauso masivo de la sociedad española. En este caso, lo que ganen unos lo perderán otros y no habrá ovaciones.

Las monarquías son irracionales. Representan aquello que por su calidad emocional no tiene cabida en el ordenamiento legal ordinario. La patria, la continuidad, un cierto sentido de la historia, esas cosas. El ámbito de una monarquía resulta, por tanto, bastante apropiado para manejar una cuestión profundamente emocional e irracional como la catalana. Junto a quienes han hecho suyas las cuentas de la lechera y defienden la independencia como un buen negocio («seremos más ricos»), aunque a renglón seguido expresen su disposición a sacrificar todo lo que sea necesario por la patria catalana, aparece un amplio sector de la ciudadanía que, aún aceptando a veces la presunta racionalidad del proceso, se mueve en un terreno mucho más sentimental. Ese sector, probablemente mayoritario, no considera que el objetivo consista en una independencia completa bajo el paraguas europeo ni en conseguir más dinero en el reparto del presupuesto común. Lo que espera es que se reconozca su identidad propia, es decir, su diferencia respecto a los otros españoles.

Reconocer la diferencia puede salir barato, en un sentido económico. La clave es el viejo concepto de España como «nación de naciones», rechazado por el Tribunal Constitucional a cuenta del último Estatut. Pero nunca será barato en un sentido político, porque quebrará la idea que de su nación tienen millones de españoles. Ese impulso, el de definir España de una forma distinta para asegurar su supervivencia, no puede venir del Partido Popular porque equivaldría a un suicidio electoral. Sí puede partir, sin embargo, del Monarca. De un monarca que nunca juró los principios fundamentales del Movimiento, que ha mantenido hasta la fecha un comportamiento más que correcto y al que, en principio, sería difícil discutir el patriotismo por parte del nacionalismo español.

Lo mejor que puede hacer Felipe VI, sin ninguna duda, es empezar poniendo orden en su casa. El patrimonio del nuevo rey debe ser publicado, y el del Rey padre, también, aunque suponga un daño a corto plazo. La Monarquía necesita ese gesto para adquirir autoridad moral. Bastaría con ese ejemplo de honestidad para que muchos problemas, entre ellos el catalán, empezaran a resolverse. Si nada queda a salvo del fraude y la corrupción, ¿para qué esforzarse en salvaguardar España?