En el patio del colegio siempre había un gracioso (acostumbraba a ser un bajito gracioso, de hecho, un nene pérfido de cosa sibilina concentrada, pero camuflada en su leve aspecto de tolai) que cuando veía al torpe de la clase dejarse un piño en el suelo le decía, sin inmutarse, «no te caigas», y sonreía de medio lado mientras los demás se descojonaban.
Si algún adulto le afeaba el gesto, se encogía de hombros y se defendía en su literalidad: «Que no le he dicho nada, que ni le he tocado, que sólo le he dicho que no se caiga», lanzaba, técnicamente intachable. Y era verdad, pero uno ya intuía entonces que el diablo vive en los detalles y en las voces aflautadas y en las omisiones de socorro y en los mofletillos risueños y en esa alegría puta que muchos sienten cuando uno tropieza delante de la gente.
Ellos nunca te tiraron, ellos nunca se mofaron abiertamente de ti, ellos se limitaron a darte un consejo diáfano, fehaciente, llano, a todas luces acertado, «no te caigas», pero luego se dedicaron a contar una y otra vez cómo tarifaste y fue igual de sonrojante que si te hubieses caído todos los días.
Seguro que recuerdan ustedes a esos diminutos mamones. No tenían ni media hostia, pero usaron su comedia sibilina para cebarse con los débiles y apegarse a los fuertes y así proteger sus gafitas. Qué listos. Llevan desde entonces salvándose el culo, inimputables. Los hemos visto zafarse por norma, brillantísimos, escurridizos como reptiles, pero aparentemente inofensivos con su gesto de zorrillo en mitad de una carretera.
De todos modos, la maldición está servida, porque la cara de tonto es una cosa que uno lleva siempre a todas partes, durante toda la vida. La cara de tonto no se te quita con jabón ni con barba, da igual cuánto la rasques con exfoliante o cuánto te escondas tras la cortina del pelo. La cara de tonto no se va siquiera con cirugía: siempre consigue abrirse paso elocuente entre tus rasgos. Plop. Aquí está otra vez. La cara de tonto es algo inescapable, algo milagroso que te atraviesa el cráneo como una lanza.
Da igual lo lejos que corras: tu cara de tonto siempre llega antes que tú.
Será que una cara de tonto es un destino. Sobre todo, es el destino que mereces cuando has sido el tonto útil de los bullies del patio o de los que vinieron después.
En todo esto pensaba cuando vi la entrevista de Jordi Évole (nuestra serpiente televisada con piel de pacato) a Yolanda Díaz, otra suavona histórica, tintineante, infantil, un hada buena a la que le gusta jugar a la boutade, como cuando dice que ella quisiera votar al jefe de Estado y que el jefe de Estado fuese Iñaki Gabilondo. ¿Por qué? No sé, chica, porque sí. Porque le cae bien. Y a mí, mucho, de hecho, pero, ¿es esto serio? ¿Por qué estos sueños núbiles tirados al aire? Otro día dijo Yolanda que España era Rosalía. Ella tiene esas metáforas, esas alucinaciones poéticas un poco pasadas de rosca.
Ahí Yolanda y Jordi, los dos muy buenos, frente a frente, los dos buenísimos. Entonces se le ocurrió a Évole sacar a pasear al niño bully que lleva dentro y llamar por teléfono a Alberto Casero para «agradecerle públicamente ese error que a Yolanda la benefició tanto», como si hubiese tenido una ocurrencia inédita, desternillante, sensacional. Como si todo el país no se hubiese burlado ya del pobre hombre cuando la pifió con el voto y todos los días después de eso, todos los días, aun por la calle.
El hombre se lo tomó con torería, porque siempre se ha reído bastante de sí mismo, pero ya vemos que eso tampoco se canjea en piedad pública. El tipo ya dimitió, ya renunció a su escaño. Al tipo, si hay que llamarle para algo, es para preguntarle cómo va aquello de la presunta prevaricación y malversación, pero Jordi es chispeante, en fin, creativo, y se decantó por regresar al viejo «no te caigas».
Ante esta humillación, Yolanda tuvo la oportunidad de retratar a Évole y de no sumarse a la chanza, pero lo hizo a su estilo dulzón, empalagoso: la tía se está riendo de ti, pero tienes que darle las gracias. Les prometo que me hizo sonrojarme la conversación. De vergüenza ajena. Sobre todo, habiendo agradecido a la izquierda que este último año haya liderado la cruzada por la salud mental, con Errejón a los mandos, la auténtica epidemia silenciosa que nos empacha a pastillas o nos tira por las ventanas de desesperación emocional.
La peñita se lleva las manos a la cabeza cuando Verónica Forqué se suicida después del acoso y derribo de Masterchef, agitado por el avispero de las redes sociales, pero nada sucede (absolutamente nada) cuando la vicepresidenta del Gobierno y el entrevistador más relevante de la televisión ridiculizan en prime time a un hombre que ya ni se dedica a la política. Infame.
¿Tenía que haberse tirado Casero por el Puente de las Vistillas al día siguiente para que nos demos cuenta de lo que sobra en el show?
Dice Yolanda que lo importante es la empatía. Que ella se caracteriza por escuchar y entender a la gente. A los trabajadores. ¿No era Casero un trabajador cuando se equivocó, por mucho que su error fuese de enorme calado?
Dice Yolanda que está harta del liderazgo machista de Pedro Sánchez y de Pablo Iglesias. «Masculino», matiza luego, un poco acojonada. Ella propone un modelo nuevo, pura vanguardia. ¿Hay algo más testosterónico y adolescente que hacer una broma telefónica a un tipo que ya no tiene nada que perder?
Serpientes con piel de pacatos.