JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

En un acto de esperable responsabilidad, era de suponer que el que fuera Rey de España mitigase el escándalo que ha protagonizado aplicando criterios de máxima discreción en su expatriación

Dos semanas después de la expatriación de Juan Carlos I, la Casa de Felipe VI, previamente autorizada por el emérito, ha comunicado que el pasado día 3 de agosto se trasladó a Emiratos Árabes, en donde se encuentra a día de hoy. No hay constancia de que este destino sea el definitivo, pero tampoco de que no lo sea.

Resulte un traslado provisional o sea definitivo, el padre del Rey ha cometido un grave error estético y ético que deja traslucir un desafío a la opinión pública española, a su propio hijo el Rey y, no menor, al Gobierno. Porque lo que se está investigando prejudicialmente por la Fiscalía del Tribunal Supremo consiste, precisamente, en la recepción, sin declarar a la Hacienda española por Juan Carlos I, de una donación —tal vez, de una comisión— de decenas de millones de dólares por cuenta del rey de Arabia Saudí, país que linda con el que, por ahora, es el destino del Rey emérito.

Los Emiratos Árabes son el resultado de una federación de siete territorios bajo el liderazgo de Abu Dabi y Dubái, muy ricos en petróleo y de trayectoria político-constitucional reciente, ya que se constituyeron en 1971. Con todos los jefes de los emiratos, Juan Carlos I mantuvo desde el inicio de su reinado una relación particularmente amistosa y cercana de la que se dedujeron algunos beneficios para España durante la crisis del petróleo de los años setenta que, como se ha comprobado retrospectivamente, dieron lugar a las primeras habladurías sobre el cobro de comisiones por parte del Rey emérito.

El alojamiento de Juan Carlos I en Emiratos Árabes no se sabe a cuenta de quién corre, si de su propio peculio, lo que es improbable, o se trata de una invitación de sus anfitriones, lo que atentaría contra las normas de la Casa del Rey aplicables a los regalos, donaciones y privilegios que ha impuesto Felipe VI a todos los miembros de la familia real, siendo su padre parte de ella.

Por lo demás, hay que tener en cuenta que en aquella región se dejó ver la amante del Rey emérito como parte de su séquito en varios de los viajes oficiales de Juan Carlos I acompañado de nutridos grupos de empresarios españoles. En esos desplazamientos, el emérito trabó buenas amistades —¿complicidades?— que le han garantizado ahora una estancia protegida frente a cualquier curiosidad mediática y opacidad en todos sus posibles movimientos. Bernardino León, que es el responsable de la escuela diplomática de los Emiratos, declaró la semana pasada a RNE que consideraba improbable la estancia allí de Juan Carlos I por las altas temperaturas (más de 50º), aunque no descartaba que hubiese realizado una escala técnica.

Por esas razones, y por el más elemental sentido común, dadas las actuales circunstancias, era de suponer que el padre del Rey eligiese un destino más discreto, menos ostentoso, alejado de cualquier evocación plutocrática, más cercano a España y, a la vez, más accesible para visitas, encuentros y contactos. Y más próximo para acudir rápidamente al llamamiento de la Justicia si es que se produce.

El pacto del destierro del Rey emérito llegaba a la expatriación deseada por su hijo Felipe VI y avalada por la presidencia del Gobierno, pero no a determinar el lugar de destino, fuera el provisional o el definitivo. La Casa del Rey asumía la decisión de Juan Carlos I en coherencia con el hecho de que es un ciudadano en plenitud de derechos civiles, sin medida cautelar alguna. Sin embargo, en un acto de esperable responsabilidad, era de suponer que el que fuera Rey de España mitigase el escándalo que ha protagonizado aplicando criterios de máxima discreción y morigeración en su expatriación.

La opción de Juan Carlos I permite llegar a algunas conclusiones: que su extrañamiento fue forzado y lo asumió con la mayor renuencia; que su traslado a Emiratos Árabes desafía al sentido de la oportunidad que reta a la de su hijo, Felipe VI, y que, por fin, trata de demostrar a todos —Gobierno incluido— que ahora se desenvuelve libremente, sin ninguna inhibición ni discreción.

Es obvio que Juan Carlos I ha empeorado la crisis que él mismo ha provocado con sus conductas irregulares, susceptibles de representar infracciones legales. Es igualmente evidente que el Rey emérito ha querido dar la razón a los que martilleaban con la idea de que su extrañamiento era un error, cuando lo que en realidad demuestra es que el que fuera Rey de España ha perdido las referencias de sus propias obligaciones, e, incluso, de su personalísima estima.

Es evidente que Juan Carlos de Borbón y Borbón ha entrado en una espiral que destruye lo que le quedaba de reputación. Y causa un mal de enorme gravedad y alcance que es posible podamos valorar con más exactitud en las próximas semanas o meses. Porque, como escribí en su día, el padre del Rey no regresará a España si no es para comparecer ante la Justicia. Su excentricidad acredita que ha roto amarras: ha ido adonde no debía. Remedando las novelas policiacas, esto es un regresar al escenario del ‘crimen’. Un grave error.