Juan Luis Cebrián y el poder (aunque sólo sea el cuarto)

REVISTA DE LIBROS 21/02/17
JAVIER RUPÉREZ, Embajador de España y miembro correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Estuve secuestrado por un comando de ETA dirigido por Arnaldo Otegui entre el 11 de noviembre y el 12 de diciembre de 1979. En algún momento del secuestro, y seguramente en su tercio final –durante aquel mes no tuve una noción exacta del tiempo transcurrido, privado como estaba de reloj, noticias o luz del sol−, los terroristas me transmitieron un mensaje de Juan Luis Cebrián, entonces director de El País, en el que mi antiguo y fraternal amigo me pedía que le concediera una entrevista para publicar en el diario. El mensaje incluía unas preguntas escritas y una referencia a Loredana Medeot, joven italiana que habíamos conocido ambos en Trieste en el verano de 1963 y cuyos castos favores nos habíamos disputado ambos. La mención de la italiana servía de contraseña identificadora. Ningún otro que no fuera Juan Luis podía conocer aquella historia y el nombre de su protagonista. Pero sin pensarlo dos veces, y sin tan siquiera leer la literalidad de las preguntas, les indiqué a los secuestradores que no estaba dispuesto a conceder ninguna entrevista. Me pareció que solicitar declaraciones a una persona ilegalmente privada de libertad y amenazada continuamente de muerte, con el propósito que −deduje− incluía la finalidad de obtener una ruidosa exclusiva, era algo de carácter marcadamente obsceno que sólo merecía un frontal rechazo. De haber procedido de otra manera, aquello hubiera sido una manifestación forzada de mi pensamiento, de la que me habría sentido terminalmente avergonzado, y dirigida en exclusiva a buscar el favor de mis carceleros, que ciertamente no apreciaron mi negativa, lamentando mi cerrazón e insinuando que ello podría tener consecuencias negativas para mi futuro. Mi rechazo fue sonoramente verbal y acompañado para mis adentros con un amargo pensamiento: ¿cómo era posible que me encontrara Cebrián y no la policía? Y de otro no menos incisivo: ¿no se daba cuenta Juan Luis de la situación en que yo me encontraba? ¿O es que acaso todo valía con tal de obtener una buena exclusiva?

En su libro de memorias, y para mi sorpresa, Juan Luis Cebrián se detiene con detalle en narrar su versión de dicha historia, a la que añade puntos para mí desconocidos: que había sido ETA la que había ofrecido a El País una entrevista conmigo a cambio de tres millones de pesetas, que su intención no era tanto obtener unas declaraciones sino comprobar que yo seguía vivo, que la cantidad fue facilitada por la Presidencia del Gobierno –extremo que el mismo Cebrián reconoce no saber con exactitud− o que en el meandro del momento, y en vista de las circunstancias, el ejecutivo, de acuerdo con mi familia, habría decidido sustituir la portavocía durante el secuestro de mi hermano Ignacio –del que Cebrián insinúa se movía en terrenos progresistas− por la más convencional y acomodaticia de mi «hermano mayor José Antonio, conocido por Tote». (Tote, por cierto, no es mi hermano mayor, sino el segundo, y no se llama José Antonio, sino José María).

El final de esa historia concluye con una referencia a una supuesta carta que yo habría dirigido al director de El País desde mi lugar de encierro, preguntándole por qué había hecho referencia a Loredana –nunca escribí esa carta−, un recuerdo a un almuerzo en mi casa con mi mujer, en la que Cebrián me habría encontrado «acabado», y una crítica referencia al hecho de que, diez años más tarde, en el libro que publiqué sobre mi secuestro, no hubiera hecho mención al incidente. Todo lo resume en una frase tan caritativa como esta: «Su memoria seguía siendo selectiva, como la de cualquier buen político». Tras haber certificado que la amistad que en su tiempo nos unió «se fue diluyendo luego con la distancia, que fue también ideológica y política desde que Rupérez decidió militar en la derecha» (pp. 275-280)

En realidad, yo sí había hecho mención al incidente. Se encuentra en la página 248 del libro que publiqué sobre mi secuestro (Secuestrado por ETA, Madrid, Temas de Hoy, 1991) y lo resumí en dos frases: «¿Dar a la imprenta, como si nada ocurriera, cosas que inevitablemente habrían estado dictadas por la proximidad de las metralletas? O, de otra manera, ¿arriesgarme a que mis palabras fueran mutiladas y además a incurrir en la irritación de los que todavía seguían siendo los terroríficos señores de mi vida y de mi muerte?» La mención, cierto es, no incluye el nombre de Juan Luis Cebrián, y quizás ello explique su queja por lo que considera como omisión, pero fue de mi parte decisión deliberada el hacerlo: no quería que su nombre y su persona, amigo de tantos años y vericuetos, quedaran teñidos por la sombra de una acción que entonces y ahora se me aparece como irrespetuosa y contraria a las normas elementales de ética periodística. Veo que no coincidimos en la valoración de los hechos, pero al menos ello me libera del silencio consistente que he mantenido hasta ahora sobre los protagonistas de la historia. Lo de estar «acabado» no coincide exactamente con la valoración que un psiquiatra de la Clínica Puerta de Hierro hizo de mi persona al acabar el secuestro, y cuya literalidad se encuentra en el libro mencionado. Y lo del alejamiento como consecuencia de que yo hubiera decidido «militar en la derecha» tiene también lecturas varias en las que no voy a profundizar, pero que dicen menos sobre mis afinidades ideológicas y mucho sobre las que −en la selección de sus amistades− profesa Cebrián. Tanto como proferir un indiscriminado y sonoro vade retro frente a los infieles, y naturalmente inferiores, que habitan en el lado contrario al que él eligió.

Me he extendido este trecho sobre aspectos personales en la recensión de este libro no tanto porque sintiera la necesidad de poner los puntos sobre las íes en torno a una historia que el paso del tiempo ha reducido en dimensión y alcance, sino porque al encontrarme en el espejo de lo que Juan Luis escribe me he preguntado si en otros sucedidos que el libro contiene no reflejaba las mismas fracturas: un deambular por los estrechos límites de la realidad, una evidente voluntad de colocar su persona en una perspectiva de impecable deus ex machina, una conspicua falta de generosidad compasiva al juzgar tanto a próximos como a ajenos, un consciente deseo, en fin, de reinventarse cual vengador justiciero en las filas de la izquierda militante e ilustrada frente a la derecha reaccionaria y cutre. Claro que cada cual tiene la libérrima facultad de pergeñar sus memorias de la manera que considere más oportuna –y bien lo sé yo, autor de una reciente Mirada sin ira, publicada hace todavía pocos meses y que Juan Francisco Fuentes tuvo la bondad de reseñar críticamente en estas mismas páginas−, pero al hacerlo conviene decidir si el texto final debería ser encuadrado en el género histórico o en el novelístico. El mismo Juan Luis Cebrián nos da su pista en un escueto y emocional prólogo −que seguramente contiene los mayores grados de sinceridad de todo el volumen−, en el que, con alguna torpeza estilística, confiesa: «No pretendo que este sea un documento histórico, tampoco un ditirambo autocomplaciente ni emprender una saga de pequeñas venganzas contra nadie». Acierta en lo primero. Yerra en lo segundo. Y gravemente en lo tercero. Bien que también en el mismo lugar reconozca su aspiración: «Espero, cuando menos, que el lector no se aburra y sea capaz de embutirse en el texto como si de una novela de aventuras se tratara». Objetivo este ampliamente conseguido y de la que me es grato ofrecer testimonio: el tomo se lee con interés no exento de pasión y responde a una buena arquitectura narrativa. a la que acompaña con eficacia un estilo en general pulcro y directo. Como el que corresponde a los buenos periodistas.

El nombre de Juan Luis Cebrián está estrechamente ligado a la impresionante realización periodística que supone el diario El País, que acaba de cumplir sus cuarenta años de existencia y cuya dirección ocupó con indiscutible acierto desde su fundación en 1976 hasta 1988. Hijo de periodista, tempranamente iniciado en las labores informativas bajo la tutela del que fuera influyente figura de la información oficial durante el tardofranquismo, Emilio Romero, Juan Luis dedica buena parte de sus memorias a la narración de cómo, y partiendo básicamente de la nada, El País llegó a convertirse en un gran producto mediático y empresarial, ocupando en poco tiempo los primeros lugares de lectura y ventas en el panorama informativo español. Muchos aspectos de ese relato son ya conocidos, pero la versión que de él ofrece uno de sus principales protagonistas –y, en la práctica, uno de sus pocos supervivientes: ni Jesús Polanco, ni José Ortega Spottorno, ni Manuel Fraga, ni José María de Areilza están aquí para contarlo− contiene el suficiente movimiento, «ruido y furia», que diría Faulkner, para adentrarnos con fruición en las pugnas por conseguir la supremacía empresarial –que acabó por residenciarse en Polanco− y la no menos agitada que se centraba en la orientación ideológica. Esta última, como fácilmente puede presumirse, y a la que Juan Luis se refiere sin veladuras, lo consagró como vencedor. De manera que lo que inicialmente había sido concebido como un diario «orteguiano», en la estela liberal e ilustrada del filósofo, acabó siendo, y sigue siendo, el periódico de las izquierdas más o menos nacionales. En la cuneta habrían de quedar no ya únicamente los políticos que creyeron contar en el nuevo producto con un altavoz para sus aspiraciones e ideas –Fraga y Areilza, principalmente− sino también quienes habían estado en la misma concepción de la idea por contar, entre otras cosas, con la inspiración y legado del que en principio reclamaba la aventura: José Ortega Spottorno, el hijo del filósofo, y Julián Marías, su discípulo y continuador. Ninguno de los cuatro sale bien parado en los párrafos y páginas que Cebrián les dedica, siendo especialmente acerbos los que reciben Ortega y Marías. Con todo, injusto sería negar reconocimiento a los logros que la colaboración estrecha entre Polanco y Cebrián plasmó en un periódico al que la deriva ideológica, y por ello en diversos grados sectaria, no ha impedido dotar de razonable criterio informativo y atractiva estética. A lo que hay que añadir el buen conocimiento que del diario existe fuera de nuestras fronteras.

Ocurre, sin embargo, que el Cebrián que dirige El País, y no seré yo quien le niegue el derecho a sentirse justamente orgulloso de sus realizaciones, tiene de su papel como periodista una visión que rebasa con mucho la tradicionalmente otorgada a las gentes de su profesión −la de transmitir noticias de la manera más neutra, precisa y rápida que sea posible− para instalarse decididamente en la esfera de aquellos otros que no sólo influyen sobre la opinión pública, sino que además aspiran a orientarla en sus comportamientos. No es Cebrián el único de los periodistas españoles contemporáneos que tiene de su persona esa noción mitad terrenal y mitad salvífica de su tarea, ni el único en pelear ardorosamente por mantenerla frente a los competidores, en luchas que en algún caso alcanzan proporciones testiculares, como atestiguan estas memorias y otras del inmediato pasado. Aunque seguramente sea el que más lejos ha conseguido llegar en la exploración de la simbiosis entre poder político −al que, sin exageración, cabría añadir el financiero− y medios de información. Aprovechando a veces las fragilidades de los detentadores del aquel –y durante el período de la Transición que este volumen cubre eran muchas y muy visibles− y en otras sus propias debilidades −económicas, informativas, personales−, El País de Polanco y Cebrián llegó a convertirse en algo más que un periódico para albergar un reducto de poder, una fuente privilegiada de información, un autorizado aviso para navegantes, un syllabus en el que encontrar lo correcto y lo que no lo era. En definitiva, un cuarto poder que, en realidad, condicionaba ampliamente a los otros tres. La medida en que con ello quedaba comprometida la imparcialidad del medio es harina de otro y complicado costal, que probablemente nunca tendrá, en este y en otros casos, adecuada respuesta, pero de la que parece conveniente dejar aquí constancia.

La existencia de esas zonas grises, de las que Cebrián ofrece en repetidas ocasiones casi involuntario testimonio, no debe restar méritos a la determinación con que El País prestó apoyo en causas dramáticas y urgentes: el apoyo temprano e inconsútil a la Constitución de 1978 cuando los golpistas del 23 de febrero de 1981 ocuparon el Congreso de los Diputados; la denuncia de los excesos policiales y gubernamentales perpetrados durante el Gobierno de Felipe González en la década de los ochenta; o el apoyo a la presencia de España en la OTAN en el referéndum convocado por González en 1986. Y, en el cuaderno del debe, Cebrián anota con arrepentimiento la decisión de no publicar dos de una serie de tres artículos que el entonces corresponsal de El País en Barcelona, Alfons Quintá, había dedicado a describir los manejos de Jordi Pujol en el escándalo de Banca Catalana. Muescas todas ellas que, sin duda alguna, deben figurar en el palmarés del memorialista, por mucho que pueda dudarse de la distancia que establece entre la realidad y la ficción.

Donde permanece una interrogación metódica es precisamente en el carácter de personaje público al que Cebrián y otros periodistas españoles han querido acceder desde su plataforma de directores de medios de comunicación, en una deriva apenas contenida de transformar sus responsabilidades informativas, ya de por sí influyentes, en cenáculos privilegiados donde el poder se cuece, condiciona o ejerce. No es Juan Luis el único de entre ellos en pronunciar su admiración rendida por la prensa anglosajona, en la que encuentra modelo de calidad profesional y probidad informativa. Quizá conviniera recordar para información de ignorantes y recuerdo de olvidadizos que esa es una prensa, tanto en el Reino Unido como en los Estados Unidos, en la que el director, editor para ellos, es una figura tan determinante en el trabajo de la redacción como anónima en su proyección exterior. Me pregunto cuántos en los Estados Unidos o el Reino Unido serían hoy capaces de conocer los nombres de los responsables al frente de The New York Times, o The Washington Post, de The Wall Street Journal o The Times de Londres. Y, a los que alberguen alguna curiosidad añadida, habría que invitarles a contemplar el exquisito cuidado con que esos y otros medios similares, a derechas o a izquierdas, mantienen la separación entre información y opinión. No es que Cebrián no reconozca ese sagrado principio de la profesión periodística. Es que, como él mismo indica en varias ocasiones, la pulsión del poder ha podido más que la pureza profesional. Dicho sea con el máximo de los respetos: porque del enredo no son únicamente responsables los periodistas. Y quienes se sientan en la silla curul en que reside el poder, bien saben de ello. Aquello de «una prensa libre en una sociedad libre» debe seguir encarnando una aspiración irrenunciable, por más que los eventos cotidianos nos muestren sus imperfecciones.

Todos somos testigos parciales de nuestro tiempo, y Juan Luis Cebrián ha tenido buenas razones para trasladar al papel su cualificado testimonio. Figura ampliamente controvertida en nuestra polis nacional, sus memorias tendrán tantos detractores como fervientes partidarios, pero cabe subrayar que ni unos ni otros quedarán defraudados por el vigor de su exposición, la contundencia de sus variables convicciones, el retorcido arco de su experiencia vital y, en el fondo, como él mismo desea, por lo entretenido de la narración. Precisamente por eso merecería comentarios más jugosos que el aparecido en El País que él dirigiera y que, firmado por Julio Ortega en la edición del 26 de diciembre de 2016, se refugia en banalidades como esta: «Lo que más me ha conmovido de estas memorias no es sólo la fragilidad de todo, la deshora y la agonía, sino la intimidad comunicativa, fluida y persuasiva que adquiere la voz del testigo». No se hace camino al andar con ese turiferario estilo del que hace guardia en la garita del jefe.

Por razones que al principio de este texto reflejé, al enjuiciar las memorias de Juan Luis Cebrián, tengo la ventaja y el inconveniente de haber compartido con él y con otros que en el texto aparecen momentos inolvidables de nuestra primera madurez, aquellos que contribuyen a la forja de un carácter, a la selección de unos valores, al diseño de un destino. Tiene razón Juan Luis: razones varias, que no necesariamente las que él menciona, han separado nuestras peripecias. Por ello, ahora que acabo, querría volver al principio de nuestras vidas y recordar cómo se refiere Juan Luis a las que en algún momento tales fueron: «Éramos fundamentalmente cinco amigos, de edades diferentes y consecutivas. Además de Gregorio Peces-Barba (el mayor de todos), estaban Ignacio Camuñas, Javier Rupérez y Julio Rodríguez Aramberri. En la CUMI (Congregación Universitaria de María Inmaculada) combinábamos la acción política con la apostólica y los ratos de ocio. Nos veíamos de continuo, puede decirse que estábamos constantemente juntos y nos desplazábamos en un Seat 600 propiedad de la familia de Rupérez. Mi padre se mofaba de nosotros: “Sois como Maura y su partido”, en referencia a la chusca anécdota que se contaba de quien fuera primer ministro con la monarquía alfonsina. Decían que su facción era tan pequeña que cabía en un taxi». Tal como éramos. Quiero creer que, en lo fundamental, aunque no en lo accesorio, tal como somos. Incluso en la irremediable o circunstancial distancia.


Javier Rupérez
es embajador de España y miembro correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.