MANUEL MONTERO-El CORREO
- La fiesta ha dejado de ser un complemento de la vida cotidiana para convertirse en el eje fundamental de buena parte de los ciudadanos
Desde la primavera los periódicos se llenan de noticias sobre fiestas, botellones y celebraciones multitudinarias realizadas contra las normas sanitarias. Paulatinamente, se han ido convirtiendo en una especie de partes de guerra, en el que nos informan de la presencia de cientos, a veces miles de personas, por lo común jóvenes, así como del estallido de violencias, con resistencia a las fuerzas del orden, agresiones y recuento de detenidos y heridos.
El esquema se ha repetido en distintos lugares. No es una singularidad de la sociedad vasca. De ahí que Arnaldo Otegi, en funciones de analista, culpabilice al neoliberalismo, la madre de todos los males. Echará de menos los tiempos en que las violencias de este tipo eran monopolio de unos vascos, lucha revolucionaria y seña de identidad al mismo tiempo. Por lo que se ve, el embrutecimiento da en general, no es ya privativo.
Su importancia depende de una característica de la sociedad actual, en la que el ocio juega un papel distinto al de hace unas décadas. La fiesta ha dejado de ser un complemento de la vida cotidiana y se ha convertido en eje fundamental para buena parte de los ciudadanos, algo así como un derecho colectivo a sostener. Si se ven privados de la fiesta están dispuestos a arremeter violentamente, a festejar al margen de las razones sanitarias. Todo por la juerga.
Los botellones son la manifestación extrema y perversa de un fenómeno más general. El mayor problema para superar la pandemia está siendo el afán social por la diversión. Es el factor que ha producido mayores reacciones encontradas, más que las restricciones laborales. La secuencia de las sucesivas olas, salvo la primera -cuando llegó el virus-, se relacionan con los momentos en que se ha dado rienda suelta al ocio. Llegan vacaciones o jornadas festivas, los gobiernos aflojan -para no ahogar a los sectores asociados al ocio, pero también por la soterrada presión que lo entiende como máxima expresión de la vida en sociedad- y el virus remonta. Si las vacunas no lo remedian, la sexta ola llegará cuando llegue la siguiente época en que se generalice el ocio, como muy tarde allá por las navidades.
La juerga constituye la representación radical de los afanes por la diversión y el lugar de la infracción por excelencia. Los avisos de que en tales ocasiones se propaga el virus no impiden botellones y concentraciones multitudinarias con supresión de mascarillas y distancias sociales. Entre ejercicio tumultuario de derechos y complicidad por hacer la real gana, vale todo.
Resulta inimaginable que hace cien años, cuando la epidemia de gripe -la llamada ‘gripe española’-, la gente hubiera seguido con la diversión si esta favoreciese la enfermedad. Incluso resulta improbable que hace cuatro o cinco décadas el afán por la juerga constituyese un elemento de riesgo, de haberse producido circunstancias similares. El desarrollo de la sociedad de consumo y del ocio ha creado las nuevas condiciones.
En el actual concepto de fiesta, además, hay dos novedades. La diversión se asocia a grandes concentraciones de gente y al consumo compulsivo de alcohol, que ha perdido la condena social de otros tiempos, cuando se entendía como una consecuencia indeseada, para convertirse en el centro declarado de la celebración. Además, la fiesta juega hoy un papel distinto al histórico. Tradicionalmente era una ocasión excepcional, que rompía las convenciones y la monotonía de la vida cotidiana. Dentro de un calendario fijo, adoptaba un aire sagrado; y no solo por la habitual advocación religiosa, también por su impronta ritual y transcendental.
El ocio integrado en las vivencias diarias, propio de la sociedad de consumo, hace que la fiesta pierda ese carácter de ruptura. No es ya la alternancia entre una frugalidad habitual -hoy aquí desaparecida- y la exuberancia social. La aspiración: convertir la vida en una única fiesta interminable, de modo que la parte dedicada al trabajo se convierta en el tributo a pagar. Estamos ante una inversión conceptual.
La fiesta deja de ser un estado de excepción para convertirse en la aspiración cotidiana de buena parte de los ciudadanos. En tiempos anteriores a la pandemia, las autoridades se desgañitaban imaginando eventos semanales -casi diarios en algunas épocas- que dieran satisfacción a las ansias festivas.
La fiesta permanente es, en realidad, el final de la fiesta tal y como se entendió tradicionalmente. No es ya un paréntesis en la monotonía diaria, sino una rutina. Esto hace más preocupante la facilidad con que saltan las expresiones violentas y la resistencia a la convivencia, que pasa hoy por el respeto a las normas sanitarias. A lo mejor los nostálgicos de la kale borroka, expertos en episodios similares, podrían informar sobre cómo arrancan los tumultos. Por si no fuera todo neoliberalismo.