MANUEL ARIAS MALDONADO-El Mundo

El autor lamenta, una vez ha quedado visto para sentencia el juicio del 1-O, la soltura con que tantos dirigentes asumen que las normas jurídicas pueden retorcerse políticamente si la situación así lo requiere.

DESDE que el juicio a los dirigentes separatistas catalanes quedase visto para sentencia, no son pocos los comentaristas que –en las tribunas y en las redes– han dirigido otra vez su atención hacia el tipo penal de la rebelión, por lo general para cuestionar su pertinencia, mientras lamentan que los poderes públicos hayan apostado por la «solubilidad jurídica» del problema político representado por el sentimiento separatista. Se trata de prolongaciones del ya conocido argumento de la judicialización de la política que reclama para la política autonomía respecto del Derecho. Ni que decir tiene que quienes denuncian esa judicialización no hacen sino incurrir en una inversa politización de la justicia que adopta varias formas: cuestionamiento de la rectitud de los jueces, exigencia de una sentencia laxa que facilite las cosas a los actores políticos o, en fin, la reclamación de un indulto para quienes ni siquiera han sido aún condenados y afirman jactanciosos que volverían a hacer lo que hicieron.

Que todo un ex presidente del Gobierno se haya manifestado recientemente en este sentido da buena prueba de la soltura con que tantos asumen que las normas jurídicas pueden retorcerse políticamente si la situación así lo requiere. ¿Quién ha de decidir acerca de esa situación excepcional, desde qué lugar extrajurídico, con arreglo a qué criterios? Eso ya se deja convenientemente sin aclarar. De lo que se trata es de poner en cuestión que estemos ante un problema jurídico, o sea, ante conductas jurídicamente relevantes que deban ser sometidas a examen por parte de los tribunales, para insinuarse por el contrario que estamos ante asuntos exclusivamente políticos –o ideológicos– en los que el Derecho no debe inmiscuirse. Incluso allí donde se realiza de buena fe una valoración de los tipos penales de la rebelión y la sedición desde el punto de vista de la filosofía política se están mezclando lógicas que nada tienen que ver entre sí: como si la calificación jurídica de unos hechos –que conducirá o no a una sentencia condenatoria tras un proceso garantista– hubiera de hacerse tomando a Leo Strauss o Hannah Arendt como referencia.

Dicho esto, la discusión acerca de la persecución penal de quienes –detalles al margen– vulneraron unilateralmente el orden constitucional español en nombre del así llamado derecho a decidir del pueblo catalán ha tenido el mérito de hacer desfilar ante nuestros ojos a ilustres teóricos del Derecho y la política. Se ha invocado provechosamente a Carl Schmitt, a Walter Benjamin, a Max Weber. Sin embargo, hasta donde yo sé, quien no ha comparecido todavía es Immanuel Kant. Y no me parece ocioso que lo haga: a ver si va a ser el único a quien no damos vela en este entierro.

Va de suyo que Kant es un filósofo de extraordinaria complejidad a quien no se puede despachar en el espacio de una tribuna. Sin embargo, sus consideraciones sobre las relaciones entre la democracia y el Derecho no tienen desperdicio; más bien deben, a la vista de su poder clarificador, incorporarse a nuestro debate. Bastará con traer aquí lo que el filósofo prusiano expone en uno de sus ensayos más célebres: La paz perpetua, publicado en 1795, que citaré a partir de la excelente versión del profesor Joaquín Abellán en Alianza Editorial.

Es llamativo constatar que Kant empieza por pedir a los lectores que no confundan la «Constitución republicana» con la «democrática», siendo a su juicio preferible la primera a la segunda. ¿Y cómo es eso? El republicanismo se resume para él un principio político: la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo. En cambio, será «despótico» aquel otro principio que consiste en que el Estado ejecute arbitrariamente las leyes que él mismo se ha dado, pues la voluntad pública es en este caso manejada por el gobernante como si fuera su voluntad particular. Ahora bien, y esto viene a cuento de la democracia plebiscitaria o aclamativa defendida más o menos implícitamente por los impulsores del procés, Kant cree que la democracia así entendida es necesariamente un despotismo. Su explicación nos es cercana: «Crea un poder ejecutivo en el que todos deciden sobre alguien y, en su caso, contra alguien (es decir, contra quien no esté de acuerdo con los demás), con lo que deciden todos, que no son realmente todos». ¡Mandato democrático! No hay caso: para Kant, la única forma legítima de gobierno es la representativa. Y de hecho sostiene que el modo de gobierno es mucho más importante que la forma de Estado: lo que cuenta es que la Constitución sea republicana, o sea representativa y sujeta al imperio del Derecho.

Hay que descartar que Kant, quien célebremente llevara su imperativo moral al punto de exigir que dijéramos la verdad aunque ello causara un asesinato, adolezca de un exceso de ingenuidad sobre la conducta de los hombres. Por el contrario, él mismo nos habla de una «evidente maldad humana» que hemos de someter a control. Para ese fin, el Derecho es clave: en el interior de un Estado que goza de constitución política, la maldad humana aparece velada por «la coacción del Gobierno».

Más aún: la razón debe utilizar como un medio a la propia naturaleza humana, encontrando la forma de que los impulsos egoístas se contrarresten entre sí (algo no demasiado alejado de la famosa mano invisible del mercado en Smith o del anudamiento de los intereses sociales, comerciales y políticos que Montesquieu veía como freno al despotismo). Deduce de aquí el sabio de Königsberg que «la naturaleza quiere irresistiblemente que el derecho obtenga finalmente la supremacía». Ya que nuestra libertad, nos advierte explícitamente, no consiste en hacer lo que queramos siempre que no hagamos daño a otro, sino que está conectada a las leyes que simultáneamente limitan y posibilitan esa misma libertad. Sin derecho, no hay libertad; aunque la libertad desarrollada en el marco del Derecho sea una libertad constreñida por el hecho de que la compartimos con los demás.

Por supuesto, no se trata de obdecer cualquier ley: solo aquellas que son susceptibles de aprobación general. Pero éstas, que son las engendradas en el marco de una Constitución republicana donde rige el principio representativo, nos obligan inequívocamente: el respeto al Derecho, escribe Kant, es «un deber imperativo e incondicionado». ¿Y podría la política disponer arbitrariamente de esas leyes? Kant es terminante: «Toda política debe doblar su rodilla ante el Derecho». Dicho de otra manera, todos los ciudadanos son iguales ante las leyes comunes; pero ninguno está por encima de las leyes y menos que ninguno quienes ostentan cargos representativos. La condición civil, derivada de la idea racional del contrato social, es la base para el ejercicio de la libertad.

SALTAa la vista que las lecciones que nos ofrece Kant desde la atalaya de los siglos resultan familiares. Al fin y al cabo, están codificadas en las constituciones de los regímenes liberal-democráticos, verdaderas repúblicas representativas que han prosperado moral y materialmente gracias a la suprema garantía que ofrece el derecho. Quien vulnera las leyes, en especial aquellas que organizan el sistema constitucional, ¿acaso no se aparta voluntariamente de la política, obligando al Derecho a actuar para preservarse a sí mismo? ¿Es que no «judicializa la política» quien desarrolla conductas susceptibles de calificación jurídico-penal? ¿Puede acaso el Derecho dejar de actuar ante la posible comisión de delitos sin con ello desnaturalizarse a sí mismo? Si fuera el Derecho el que debiese doblar la rodilla ante la política, ¿de qué manera podríamos saber lo que está permitido y lo que está prohibido? ¿Y cómo podría el ciudadano protegerse frente al poder público o el poder del más fuerte?

Gobierno de las leyes, no de los hombres: he aquí una de las máxima fundacionales del liberalismo ilustrado, cuyo anverso no es otro que el despotismo ejercido por uno o por muchos. Las leyes que nos gobiernan son Derecho, sí, pero fueron antes política: se la dan las sociedades democráticas a sí mismas a través de un proceso reglado. Y desde ese momento se obligan a respetarlas mientras no sean abolidas o reformadas. Todo esto es bastante elemental, pero conviene recordarlo: son muchos los apasionados que han preferido olvidarlo y no pocos los cínicos que fingen ignorarlo.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es (Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI (Anagrama, 2019).