Pedro García Cuartango-ABC

  • Asumir el riesgo y la obligación de pensar por cuenta propia implica hoy no poder militar en ninguna formación política

Immanuel Kant escribió que el mayor obstáculo para la liberación del hombre es «su incapacidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro». Estas palabras son el preludio de «¿Qué es la Ilustración?», un breve texto en el que sostiene algo que hoy parece una verdad evidente pero que hace más de dos siglos era una afirmación revolucionaria: que el individuo es plenamente autónomo para decidir lo que piensa y lo que hace.

Kant es radical cuando afirma que nadie puede renunciar a sus ideas. Ni siquiera un militar que cumple órdenes o un sacerdote que se somete a los dogmas de la fe, ya que en ambos casos, aunque haya una aceptación voluntaria de una jerarquía, siempre

debe primar la libertad de actuar -o al menos de pensar- en base a lo que cada uno considere auténtico o razonable. «Atrévete a saber», enuncia el filósofo de Königsberg.

Sartre reformulará mucho después esta conclusión de Kant al sostener que el hombre está condenado a ser libre en la medida en que carece de esencia. No nacemos para ser una cosa u otra, sino que son nuestras elecciones las que determinan la existencia.

Si Kant hubiera escrito hoy este opúsculo, habría podido incluir a los políticos junto a los militares y los religiosos que se pueden ver en el dilema de acatar el orden jerárquico o de actuar en base a sus convicciones.

Este conflicto entre la pertenencia a un colectivo y la defensa de la autonomía de la razón es lo que está detrás del reciente episodio del cese como portavoz de Cayetana Alvarez de Toledo, que, como ella siempre ha dejado muy claro, no estaba dispuesta a renunciar a su criterio para someterse a la disciplina de partido.

La gran pregunta que suscita este caso es si resulta posible compatibilizar esa autonomía intelectual, indeclinable según Kant, con esa ortodoxia que fijan las cúpulas de los partidos. Planteado de manera cruda, si es factible poder pensar y expresarse libremente siendo dirigente de una formación política.

No resulta ocioso recordar que, aunque la Constitución dice expresamente que los diputados no están sometidos a mandato imperativo alguno, los reglamentos internos de los partidos imponen multas a quienes rompan las disciplinas de voto, incluso en asuntos vinculados a las convicciones más íntimas como el aborto o la eutanasia.

Por lo tanto, resulta muy complicado dedicarse hoy a la política en las filas de un partido y mantener una libertad intelectual que choca en demasiadas ocasiones con la estrategia o los intereses de la organización. No es posible disentir abiertamente de los líderes ni cuestionar sus decisiones.

No faltará quien argumente que los partidos no podrían funcionar sin una disciplina jerárquica. Pero ello, siendo cierto, resulta muy peligroso porque esa filosofía sirve para sustentar la aniquilación de cualquier pensamiento libre. Asumir el riesgo y la obligación de pensar por cuenta propia implica hoy no poder militar en ninguna formación política. Deberíamos reflexionar sobre ello porque está en juego la esencia de la democracia: la libertad.