ANTONIO ELORZA, EL CORREO 09/02/13
· Quien va a asumir la reconstrucción de la memoria histórica tendría como primera obligación moral esclarecer su propio papel respecto de ETA en los 90.
Hace tiempo leí un ensayo de Simone de Beauvoir donde la compañera de Sartre ponía de manifiesto el sesgo reaccionario que siempre acompañaba al recurso a la amalgama en la elaboración de un argumento, esto es, a la yuxtaposición de elementos de distinto signo que hacían prácticamente imposible la elaboración de un juicio. Las amalgamas pueden ser ambivalentes. Una clásica es la que une a Hitler a Stalin, justificando unos al primero por su rechazo a la revolución comunista y otros al segundo por su contribución a la derrota del nazismo. Otra es la que entre nosotros justificaba a ETA por su dimensión antifranquista, en tanto que los defensores de los GAL legitimaban el terrorismo de Estado por la necesidad de acabar como fuera con la organización etarra. La consecuencia es clara: tomar en consideración el contexto, el conjunto de los factores que inciden sobre un hecho histórico, ha de servir para completar una explicación y un juicio, de acuerdo con una imprescindible ponderación, pero sin que ello arroje una cortina sobre el citado hecho. Y como ocurría ya en la China clásica, solo el uso de las palabras adecuadas garantiza el acierto en el análisis.
Todo esto viene a cuento de la reciente decisión del presidente Urkullu de fundar el Área de Paz y Convivencia, que acogerá el tema central de la memoria, el de la convivencia y el de los derechos humanos. La centralidad de la paz responde a un enfoque ya adoptado años atrás por el PNV, focalizando el objetivo del fin del terrorismo –el término entonces necesariamente innominado– en la obtención de la paz: «bakea behar dugu», necesitamos la paz–. Las buenas intenciones aparentes del lema escondían dos sofismas. El principal residía en la inexistencia en Euskadi de una guerra; lo que había era terrorismo, cuya simple desaparición ya llevaba y lleva consigo en lo fundamental la normalización de unas relaciones sociales y políticas sin violencia. Se ha visto en el tiempo transcurrido desde el ‘cese definitivo’ de ETA. El segundo, consecuencia del anterior, era contemplar la situación como ‘el conflicto’ entre dos contendientes, con lo cual la organización terrorista era reconocida como parte legitimada para emprender una negociación. La vía efectivamente empleada, y con éxito, para la derrota de ETA, la acción judicial y policial en colaboración con Francia, quedaba así implícitamente desestimada. Una paz vista así requería y requiere un tratado de paz, con lo cual, en las circunstancias actuales, tal enfoque no sirve para la eliminación definitiva del problema ETA, sino para su perpetuación, aun cuando las armas hayan sido dejadas en los zulos. Añadamos que el planteamiento entra en abierta contradicción con las reiteradas declaraciones de Urkullu sobre la significación negativa de ETA.
Salvo algún incidente aislado cuando la Selección española gana un título mundial, no parece que en la sociedad vasca de hoy exista el problema de violencia ‘comunalista’ y en ausencia del terror la convivencia en su interior ha ido e irá en el futuro eliminando aristas, con la excepción tal vez de las que sean fruto de un radicalismo ideológico minoritario. Incluso en el tema más conflictivo, unos seguirán movilizándose para poner a sus correligionarios presos en la calle sin reconocimiento alguno de responsabilidades, otros pensarán lo contrario. Ninguna institución nombrada por el Gobierno vasco, y menos con un juez que ha sido parte al frente, hará a unos y otros desistir de sus posiciones, que de cambiar será por efecto de mutaciones en las circunstancias objetivas y por el paso del tiempo.
La memoria histórica queda así absorbida en el interior de una amalgama que además mira explícitamente hacia el futuro, y con componentes que invitan a pensar en una voluntad de ocultamiento. El primero, la designación como ‘secretario general’ de Jonan Fernández, y no porque fuera en los ochenta concejal de Batasuna, pasado luego a la dirección de un organismo ecologista que sirvió eficazmente a los fines de ETA al forzar por la vía del terror el cambio de trazado de la autopista del Leizarán. El péndulo patriótico oscila aquí entre dos polos bien definidos, cuyos ejemplos opuestos serían el exetarra Mario Onaindia y Josu Ternera, aun etarra, en la comisión de derechos humanos del Parlamento vasco, votado por el PNV. Sin llegar a este extremo, quien va a asumir la reconstrucción de la memoria histórica, tendría como primera obligación moral esclarecer su propio papel respecto de ETA en los 90. Su autocrítica es simplemente elusiva, mientras el recorrido Lurraldea-Elkarri-Lokarri (¿ya sin él?), culminado en la Conferencia de Aiete, ilustra la tradicional habilidad batasuna para crear organizaciones satélites autónomas y orientadas a sus fines. Mal va a aclarar nada quien se esconde de si mismo. Y las entrevistas concedidas no hacen sino acentuar la impresión pesimista.
Para empezar, Fernández es alérgico a la palabra ‘terrorismo’. Siempre ‘violencia’, con lo cual cabe augurar una memoria histórica con niqab. Piensa que el arrepentimiento no tiene sentido. Propone en política penitenciaria «desactivar los criterios de excepcionalidad vigentes en los últimos años» (sic). La revisión crítica del pasado consiste en «mirar a la realidad de unas vulneraciones de derechos y reconocer que han ocurrido». Así que matar a casi novecientos ETA y a unos cuantos los GAL son ‘vulneraciones de derechos humanos’. Diríamos que más bien se trata de política del avestruz, desde una equidistancia que aquí y ahora favorece exclusivamente a la amalgama de forma, de lamentación para todos, en cuanto a las víctimas, y de solidaridad activa respecto de los presos, made in Bildu. Estamos lejos de la actitud inexcusable sobre el establecimiento de responsabilidades que exigiera en su día Primo Levi para el nazismo. Urkullu ha elegido «el diálogo».
ANTONIO ELORZA, EL CORREO 09/02/13