Luis Ventoso-ABC

  • Las imágenes eran tan insólitas que parecían de una serie mala de televisión

Moría el grato día de Reyes. Enfilábamos la cama y un libro, o un poco de tele, cuando llegó la más insólita noticia: una turba de fanáticos, algunos armados, asaltando el Capitolio en Washington, cortando la sesión en la que se iba a confirmar la victoria de Joe Biden en los colegios electorales, paso final para su investidura del día 20. Un 23-F civil y a la americana. Una turba de seguidores de Trump al asalto de la sede de la soberanía nacional. Tipos cabreados subidos a la tribuna de oradores, o repantingados en los despachos de los líderes de la Cámara. Hubo disparos y una mujer resultó herida. Fuera, rodeando el Capitolio, una muchedumbre con pancartas trumpistas denunciando el

supuesto «robo» de las elecciones. También algunas banderas sudistas, y partidarios de la alucinada teoría de la conspiración QAnon, que sostiene en las redes que Trump libra una guerra secreta contra un anillo de pedófilos satánicos, incrustados en la élite política y mediática. Todo ocurrió después de que Trump enardeciera a sus simpatizantes unas horas antes en un mitin, donde afirmó que «jamás admitiría» la victoria de Biden, candidato que ha logrado siete millones de votos populares más que él.

Las imágenes en directo en las cadenas estadounidenses resultaban tan irreales que parecían una ficción chusca de Netflix. ¡Un cerco al corazón de la representación en la mayor democracia del mundo! Un inmenso descrédito para la que todavía es la primera potencia (¿por cuánto tiempo?) Un enorme baldón para el Occidente liberal. Un deleite para las dictaduras china y rusa, que ya se postulan abiertamente como la vía buena.

A las diez y cuarto de la noche, hora nuestra, compareció Biden, y estuvo excelente. Es decir, en su sitio: reivindicando «el respeto, la decencia, el honor», las bases sobre las que se intentó construir la gran democracia en América que fascinó a Tocqueville. Clamó Biden por el «imperio de la ley», e instó a Trump a comparecer en televisión y reponer el orden. El mandatario populista lo hizo a su modo minutos después, subiendo un corto vídeo grabado ante la Casa Blanca. Comenzó volviendo a su fábula del robo electoral, y después llamó a «la paz», pidiendo a los insurrectos que se fuesen «a casa», pero expresando al tiempo su simpatía hacia ellos: «Os queremos. Conozco vuestro dolor. Sé como os sentís». Execrable ver a un presidente de EE.UU. congeniando con una turba que está asaltando la sede de la representación popular.

Noche luctuosa para el mundo libre y un país con mal pronóstico, porque los odios queman; porque hay mucha gente que se ha quedado atrás y se ha envenenado con el desahogo del delirio populista; porque es dudoso que Biden, con su edad y achaques, tenga fuerzas para sanar a un país donde ya anida una gangrena. EE.UU. no iba bien y Trump ha exacerbado sus disfunciones y cainismos. «¡Basta, basta, basta!», clamó Biden mientras se alejaba de los periodistas que le lanzaban preguntas que ignoró. Por desgracia, sus apremios sonaban… a impotencia.